Eslovaquia es, por localización y
majestuosidad de su capital, el guion del imperio Astro-Húngaro; un territorio
reprimido y oprimido históricamente, de memoria convulsa y desconcertante como
parte de un gran imperio, como títere del nazismo, como república soviética y
como país recientemente independizado y tranquilo.
Su capital, Bratislava, en el
extremo oeste del país, austera hasta para las celebraciones de Año Nuevo, se
puede recorrer en plenitud en un día, incluido el espectacular Memorial Slavin
en homenaje a las tropas soviéticas caídas durante la segunda guerra mundial en
Abril de 1945. Coronado por su gigante obelisco, este descansa en una colina al
noroeste de la ciudad vieja, rodeado de lujosas villas que ofrecen a sus
afortunados dueños las mejores vistas de la ciudad. Lo atravesamos, gélido,
blanco, de norte a sur, y serpenteamos por las cuestas de vuelta para llegar a
tiempo de escuchar una melodía de piano que se escapaba por la ventana
entreabierta de uno de los edificios de color vivo aunque apagado.
Un poco más abajo, al este del
núcleo viejo de la ciudad, el Castillo de Bratislava se muestra imponente e
impoluto en lo alto de una colina. Un corto paseo permite rodearlo en sentido
contrario a las agujas del reloj hasta la Puerta de Segismundo, la más
impresionante de las entradas a la fortaleza.
El casco histórico es un
conglomerado de palacios y templos de las más diversas doctrinas. Con especial
cariño recomiendo la Catedral de San Martín y sus vidrieras interiores, los
patios y los colores del complejo que forman el antiguo ayuntamiento y el
Palacio del Primado, las originales estatuillas de bronce que lo habitan, en
particular la más famosa, la de Cumil, un obrero con cara de buena gente que
asoma medio cuerpo por fuera de una alcantarilla, el místico parque público Sad
Janka, junto al Danubio, el más longevo de toda Europa Central, y la Iglesia de
Santa Isabel o más popularmente conocida como la Iglesia Azul, única en su
especie.
En lo gastronómico, y a pesar de
que la cocina eslovaca carece de atractivo especial, los restaurantes Pulitzer
y Savage Garden nos deleitaron gratamente con una buena muestra de
especialidades internacionales. El toque local lo puso el Pub Slovak, un local
muy tradicional de obligada visita donde disfrutar de las delicias locales,
entre las que destaca el halousky, una pasta de patata tan rica como
contundente.
La visita a Viena fue una
experiencia en sí misma. Llegábamos en autobús a la preciosa y engalanada
capital de Austria un soleado 31 de Diciembre, preparada para sus ansiados
conciertos de Año Nuevo. Bella y neviosa como un violín en sus arterias
principales y refinada como el silbido de un flautín en todo lo demás, Viena es
uno de los grandes exponentes de la grandiosidad centroeuropea. Lo demostraron
su Iglesia de San Carlos, sus elegantes Jardines de Belvedere, su famosa calle
Graber, con la Columna de la Peste flanqueada por imponentes edificios
señoriales, su calle comercial Kärntner Strabe hasta la magnífica ópera, el
mágico trayecto desde Michaelerplatz hasta el gran mercadillo navideño de Maria
Theresien Platz, dejando a un lado el Palacio Imperial de Hofburg y a otro la
pradera que se extiende hasta el neogótico ayuntamiento de la ciudad, su reloj Anker, su barrio
judío y la antiquísima y estrecha Iglesia de Maria Am Gestade, donde me quedé
absorto con sus vidrieras y los cantos de sirena de un coro.
Los grafitis del canal pusieron
la nota colorida, diferente y transgresora a la partitura de la jornada.
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