Hablar
de Asturias es hablar de Historia con mayúsculas, de lucha, de orgullo, de amor
desmedido por la patria, de omnipresencia, de paraísos verdes y naturales de
valor incalculable, de playas espectaculares, de aprender a pasar los días bajo
la fina lluvia, de escanciar sidra, de beber y de comer fabes, cachopo y arroz
con leche. Una lección de vivir, en toda regla.
Hablar
de Gijón es resumir todo lo anterior entre montañas, con un toque único, añejo,
industrial, castizo, alternativo y decadente. Las calles, con sus desgastados
baldosines de aceras y fachadas y sus carcomidos balcones, desprenden un
permanente olor a salitre, muy suyo, difícil de olvidar, que la engalana y la
convierte, en mi humilde opinión, en la urbe reina del norte.
La
bahía que embellece esta ciudad nos recibió al atardecer, adormilada, matizada,
en tonos grises metálicos, verdes, púrpuras, rosados y azules. Tras el colorido
espectáculo, a modo de estática aurora boreal, unos chipironcitos fritos y una
buena sartén de arroz negro saciaron nuestro expectante apetito en Las Terrazas del Pery, a la vez que nuestros dientes y el cielo se teñían del color de la
tinta de calamar.
A
temperaturas de meseta, la gente, especialmente activa en este rincón del país,
sale a la calle y abarrota la Playa de San Lorenzo desde bien temprano, húmeda
e infinita, cuando la marea da la mayor de las treguas. El resplandor del agua
invisible crea un espejo kilométrico, donde la muchedumbre vive en una armonía
que alegra al más triste, como en un simbólico Jardín de las Delicias carente
de infierno alguno.
La
obra maestra de Eduardo Chillida, Elogio del Horizonte, en lo alto del Cerro de
Santa Catalina, antigua fortaleza, ofrece unas vistas únicas de la ciudad
habitada, a un lado, y de su parte más industrial, al otro. Entre medias, la
escultura de hormigón y el horizonte azul en su simbiótica relación
audiovisual.
Rodear
el pequeño montículo nos adentra, bien en plena ciudadela, con sus solitarias
plazas y contrastados estampados, o nos encamina al comienzo del puerto
deportivo. En cualquiera de los casos, la Cuesta del Cholo seguramente se
cruzará, a rebosar, en nuestro camino, antes de llegar al conjunto arquitectónico
– punto de encuentro que, a modo de cuello de botella, forman la Plazuela del
Marqués, con el Palacio de Revillagigedo y la Estatua de Don Pelayo, la Plaza
Mayor, con el Ayuntamiento, y la Plazoleta de Jovellanos, que eternamente
recordaré como la zona en la que me inicié en la cultura del cachopo, ya sin
aparente marcha atrás.
Todo
ello puede quedar bellamente enmarcado entre las estilosas letras rojas de
Gijón, a orillas del puerto deportivo.
Una
nueva visita, esta vez guiada, a La Laboral, Ciudad de la Cultura, con subida a
su torre incluida, llena de anécdotas y muy recomendable, un nuevo y nostálgico
registro en Playa España, unos tortos de
picadillo con cabrales, mucha sidra y un gin tonic en el sublime cocktail-bar Varsovia
completaron un día para el recuerdo.
Covadonga
siempre resulta mística y mágica, incluso cuando la bruma y la lluvia nublan la
vista. Su basílica, que parece flotar sobre la arboleda, y su santuario,
prodigiosamente hundido en la roca, no pueden dejar indiferente. Más arriba, en
Los Lagos, el tiempo no nos permitió ver a más de diez metros, pero si buscar
el calor entre vacas, fabes, almejas y chorizo frito. Para despedirnos de
Asturias, la improvisación nos llevó a las playas de Gulpiyuri y de San Antolín, auténticos caprichos de este paraíso natural. Puxa Asturies.
La
ruta de las Catedrales nos obligó a volver por Burgos, para ver fugazmente su
magnífica catedral y el casco antiguo que la flanquea, de paredes coloridas
lisas y finos balcones blancos.
¡Hasta
la próxima viajeros!
Extraordinario enhorabuena!! #wastmark
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