Como en otras ocasiones, empecé a
escribir esta entrada durante el viaje, bajo una sombrilla de junco, reflexivo,
recostado sobre la colorida tela decorada a rayas con motivo de antiguas
civilizaciones de una hamaca de madera en la isla de Q´hantati, una de las
aproximadamente 75 islas flotantes fabricadas con alargados juncos donde, de
forma mágica, los Uros, una de las primeras civilizaciones de la región, con
orígenes 8.000 años a.c., conviven en armonía hoy en día, respetando sus
disciplinarias costumbres, adaptándose muy ligera y lentamente a los pequeños
detalles de la vida moderna y recibiendo, por suerte y con cuenta gotas, a los
turistas no sólo dispuestos a verlos desde la lancha, sino a compartir con
ellos sus vivencias, un día de su vida. Hablaré de ellos más adelante.
En medio de un serio compendio de circunstanciales emociones más personales que profesionales, fruto de mi cerebro incansable, siempre siguiendo el rastro de la utópica felicidad absoluta, aparece Perú, un país verdaderamente rico en lo realmente importante, en pasado, cultura, patrimonio y tradición, único, por lo colorido de sus telas, lo magnífico de sus valles y paisajes de montaña, la calidez en el trato o el orgullo por su folclore o sus tradiciones más ancestrales, entremezcladas en un todo que abruma, confunde y embelesa con el paso de los días.
Aún habiendo saciado mis deseos
más primarios, los planes sobre Perú ya plasmados en este blog hace años,
limitarse a visitar Lima, Cusco y las ruinas incas a pie del monte Machu Picchu
hubiese sido un error de enorme calibre. Todo parte del Perú pre-inca, el
desconocido por la mayoría, los miles de años que cimentaron la aparición de la
civilización inca.
Un viaje nómada, sin tregua ni
descanso, duro físicamente, sin tiempo para el regocijo pero sí para el perpetuo
disfrute de los efímeros e irrepetibles momentos a lo largo del mismo. Un viaje
de paso, recuerdos y reflexiones de paso, pero ya imborrables, inmortales.
Del rápido paso por Lima debo
recordar los Maracuya Sours del Huaringas Bar, en el seguro y pudiente distrito
de Miraflores, mi último contacto de la semana con la cultura americana en el Starbucks
de Larcomar, un centro comercial muy propio del mismo barrio, de ojos fijos en el nublado horizonte costero y
suspendido en las verticales paredes de tierra, un centro colonial, de un
apagado y lloviznoso color albero grisáceo, opulento, repleto de sus gloriosos
balcones salientes y sus históricos edificios, como el Convento de San
Francisco de Asís y sus tétricas catacumbas, el primer de varios Pisco Sours en
la terraza del clásico Hotel Bolívar, mi contacto primerizo con el cebiche, la
papa rellena, el lomo saltado, el ají de gallina o el anticucho o corazón de
res que recuerde, platos típicos de la cocina tradicional peruana, en Rústica,
un buffet a pie de playa y de altos precios, un paseo sin rumbo por el área de
Miraflores hasta literalmente perderse en primera línea de la costa limeña,
oculto y confundido por los gigantes, tenebrosos y terrosos acantilados,
delicado sustento de la desafiante urbe que, más arriba, descansa
peligrosamente en equilibrio, y mi último e inconsciente acercamiento a los
peligrosos Pisco Sours y Chilcanos en Cala, un bar de altos vuelos al nivel del
mar. Hasta aquí un sábado en Lima, antesala de la magnificencia, rozando las
yemas de los dedos de sus manos.
Domingo de locomoción en casi
todas sus vertientes posibles con un claro destino. Mañanero avión a Cusco,
capital histórica del país y ciudad suprema del imperio Inca, taxi a su majestuosa
plaza de armas, paseos por sus pedregosos alrededores y menú completo en Calle
Belén por cuatro soles, un euro al cambio. Ya desde Calle Pavitos, y a través
del asombroso Valle Sagrado, hora y media de furgoneta compartida hasta
Ollantaytambo, recorrido a pie por sus perfectamente conservadas ruinas y
terrazas para disfrutar del inverosímil ensamblaje imperial de las mohosas piedras
y las estudiadas vistas, y tren al abrupto y turístico Aguas Calientes, a pies
del Machu Picchu. A pocas horas del sueño de muchos, noche de muy decente alojamiento
a orillas del andén por cincuenta soles, trece euros al cambio, lo que chocó de
frente con los altos precios de los suministros de primera necesidad y comida en
menor medida. Así es Perú en sus grandes puntos neurálgicos de turismo, unos de
sus pocos contrastes.
Cuatro de la mañana del Lunes 2
de Septiembre que quedará grabado aquí y en mi memoria para la eternidad,
arriba para amanecer con una de las maravillas del mundo, para despertar
abrazado a ella con la salida del sol, cuerpo con cuerpo, para embriagarme de
su grandiosidad y esplendoroso pasado tras el duro ascenso por una de las patas
de su cama. Una experiencia difícilmente descriptible, amor a primera vista, una
imagen cincelada en mi mente para siempre, un enclave único en el planeta, un
pacífico y seductor conjuro, un objetivo conseguido, el disfrute del silencioso
impacto de los primeros rayos de sol, visibles al trasluz, difuminados, radiantes,
sobre la cima, su nariz, hasta dejar iluminada, milímetro a milímetro, con el
paso de los eternos minutos, su mística cara, y más abajo, las ruinas. Un paseo
ya a pleno sol por la ciudadela, por sus terrazas y sus templos, para más tarde
subir, casi escalar, a la cumbre del Huayna Picchu, la famosa montaña
confundida y capturada por las lentes de las cámaras fotográficas de millones
de turistas, yo incluido, para divisar y venerar el verdadero Machu Picchu y
sus ruinas desde la altura en todo su esplendor, como lo hacían los incas hace
más de quinientos años. Un descenso más sencillo para perderse de nuevo por los
laberintos de piedra, entre sus paredes, para deslizar la palma de la mano por
su superficie, para sentir, buscando entre los huecos, intentando entender el
porqué.
Pero más allá de su incuestionable
y abrumadora belleza infinita, de la huella en mí creada, reconozco una gran
expectativa incumplida, anidada en mi interior más profundo, aquel que la
ciencia no es capaz de explicar, erigida en mi mente por las historias,
leyendas y los libros de papel, una prometedora conexión extrasensorial con la
montaña. Un fluir de energía maltrecho, una búsqueda durante horas inconexa, en
cada cruce de miradas, en cada contacto con cada una de las rocas ahí
perfectamente dispuestas, un amor platónico no correspondido del todo, una
relación insatisfecha en cierto modo, un sentimiento agridulce, una pena
aderezada con felicidad y orgullo. El orgullo del yo estuve, del yo lo vi, lo
subí y lo coroné, del, aún sin el resultado esperado, yo lo intenté.
Misma ruta de regreso. Tren de
media tarde a Ollantaytambo, inesperada y estrambótica representación de alguna
parte del folclore peruano en el mismo, y furgón, nuevamente como sardinas en
lata, hasta Cusco.
Sólo la congeladora, ruidosa, luminosa
y espantosa noche en Cusco y los primeros síntomas del mal de altura, el cual
me acompañaría durante un par de días más junto con las pociones curativas a base
de mate de coca o infusión de muña, amenazaron durante un par de horas mi
disfrute del Martes a través de la Ruta del Sol entre Cusco y Puno, más al sur,
la población más grande a orillas del Lago Titicaca.
La grata y guiada experiencia en
autobús por los amarillentos campos y valles del Perú vino de mano de Wonder Peru Expedition. Paradas en la bellísima Iglesia de Andahuaylillas, conocida
como la Capilla Sixtina de América, de estilo sobrecargado, cristiano, barroco,
e influencias incas y mudéjares, Raqchi, uno de los mayores asentamientos del
imperio Inca a lo largo de los 5.200 kilómetros que componían el camino inca
desde Colombia hasta Argentina y muestra viva del buen hacer de esta ordenada
sociedad, todavía fuera de nuestro entendimiento, La Raya, punto más alto del
trayecto, pasados los 4.300 metros sobre el nivel del mar, mirador de la
imponente cordillera oriental de Los Andes, y Pukara, hogar del impactante complejo
arqueológico pre-inca, para llegar al caótico e impersonal Puno. Un pequeño
viaje paralelo por la extraordinaria diversidad cultural y paisajística del
Perú.
La noche en Puno precedió a las
veinticuatro horas de turismo vivencial, y personalmente experimental, con los
Uros, a los que hice referencia al comienzo del texto. Un gran guía, de aura
limpia y orgulloso de sus orígenes, lecciones históricas de valor incalculable,
recorriendo miles y miles de años de civilizaciones, de pueblos, Aruac, Kaluyos,
Pukaras, Tiahuanancos, Coyas, que recuerde, entre tantos, 4 de Septiembre, un
acontecimiento único en vísperas del aniversario de las islas, la gran carrera
de balsamaranes, una competición entre isleños en sus majestuosas embarcaciones
típicas, una buena dosis de hospitalidad y una conversación para darse de
cuenta de lo diferentes que pueden ser sus vidas, donde familia, supervivencia
y mantener su isla y sus barcas a flote a base de periódicos cambios del junco
que todo lo compone y que extraen de los “totorales” es lo único que importa, y
la mía, inconformista, pensando permanentemente en el siguiente paso a dar.
Cuando los extremos coinciden, es momento de reflexionar, buscar el equilibrio.
Un jueves para adentrarse en las
profundidades del Lago Titicaca, el lago navegable más alto del mundo, con
destino a Taquile, una pequeña isla donde seis comunidades viven
prolongadamente y comparten todo de forma estructurada para supervivencia del
conjunto. Deliciosa sopa de quinua, trucha y nueva demostración de tradición en
forma de baile. Una nueva plaza de armas con vistas de ensueño, Bolivia y sus
macizos nevados, por encima de los 6.300 metros, en el horizonte. Agua color
cielo, cielo color agua, nubes de color nieve, nieve del color de las nubes.
Un nuevo vuelo doméstico a Lima
daba comienzo a la última parte de la aventura, desafiando ya los límites de la
armoniosa biodiversidad. Un viernes en las Islas Ballestas y la Reserva
Nacional de Paracas. Las primeras, dentro ya del océano pacífico, a veinticinco
kilómetros del pueblo de Paracas. Tras el paso por el gigante y misterioso
candelabro grabado en la superficie de uno de los primeros islotes que aparecen,
la llegada a estas islas parece asemejarse al fin del mundo, en apariencia.
Este y el origen del planeta, cuando nada había, parecen fundirse en un escenario
sin igual. Millones de aves, focas, lobos marinos y pingüinos, que pudiesen
apreciar mis ojos, conviven en enormes formaciones rocosas, inundadas de arcos
y grandes cuevas, que les dan un aspecto sombrío, enigmático. La Reserva, una
de las zonas más secas del mundo, forma parte del inmenso desierto de Atacama,
en su segmento peruano. Paisajes sin fin, despoblados, desoladores, en tonos
amarillos, tierra, rojizos y camel, sumamente bellos, mojados por el gran
océano.
Último día, otro misterio por
resolver, tres horas más al sur de paracas y siete de vuelta a Lima que bien
merecían la pena. Las líneas de Nazca, otra civilización adelantada a su tiempo,
casi al nuestro, enigma entre los enigmas. En una pequeña Cessna sobrevolamos, a
unos cuatrocientos pies, trazos, figuras perfectamente dibujadas y visibles en
la superficie que representan animales no originarios de la región, líneas
infinitas al ojo humano que trazan ríos subterráneos, que dibujan
constelaciones, triángulos que marcan puntos cardinales, que persiguen atardeceres,
que bordan el camino exacto a templos sagrados.
Ya de vuelta en el avión a Miami,
como colofón a un viaje de paz y conversaciones conmigo mismo, tuve la
oportunidad de ver una gran película en el momento más adecuado. Kon-Tiki, la
historia real de un rebelde explorador noruego obsesionado con las culturas
pre-incas, el cual, tras años de estudio y convivencia con los locales de la
Polinesia y con toda la comunidad científica europea en contra, demostró la
llegada de estas civilizaciones a la Polinesia a través del Océano Pacífico, es
decir, el este, de la única forma que podía, a la deriva en una barcaza de
madera fabricada con los mismos materiales y métodos de la época. Una historia
de superación, adoración civilizaciones admirables y fidelidad a sus
principios.
La historia completa del Perú. Un
país para el que los océanos no eran barreras, sino caminos, el progreso no era
un obstáculo, sino un desafío, un hecho. El cielo, lo inexplicable, su dominio.
Sus logros, atribuidos a posteriori, en ocasiones, a criaturas extraterrestres
por su complejidad, su conocimiento, muchos de sus métodos, un misterio,
olvidados durante siglos y retomados e imitados en la actualidad.
Me quedo con una frase que vi en
el centro de visitantes de la Reserva Nacional de Paracas y que resume toda
esta entrada desde un punto de vista científico:
“Si hubiera una catástrofe
planetaria y tuviera la posibilidad de elegir un país para salvar y reconstruir
el planeta, sin duda escogería el Perú”.
David Bellamy - Biólogo, divulgador científico y locutor inglés
Siempre hay gente que determina
la viabilidad y buen curso de tus viajes. Agradecer a Ariadna su hospitalidad
en Lima.
Hasta la próxima viajeros.
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