Llegábamos tarde a nuestra
cita con Aurora en Tromso, la ciudad más importante del norte de Noruega, 350
kilómetros por encima de la línea imaginaria que delimita el círculo polar
ártico, con un sueño, nerviosos, con esa ilusión infantil desmedida de las
primeras cenas y miradas. Corriendo, cogíamos un taxi a Tromso Camping y así,
sin más, aparecía, puntual, mal acostumbrándonos, dándonos la bienvenida, cómo
si nos llevase esperando lo mismo que nosotros a ella. Tras el fugaz encuentro,
fuimos a comprar víveres a uno de los Eurospar de la zona, a la espera del
tercer integrante de la aventura. De vuelta al camping, ocultos entre la maleza
y ya en espíritu, su luz volvía a aparecer en el firmamento, jugando en tonos
verde, plata y violeta. De noche cerrada, linterna en mano, nos adentramos en
el valle donde descansa el camping buscando lo indeterminado, cuando, tras un
largo rato, un nuevo haz alargado de color verde que cruzaba el cielo de lado a
lado y ganaba anchura desde el infinito guiaba nuestra vuelta a la cabaña.
Las buenas noches de romance
suelen traer buenas mañanas. Cogíamos fuerzas, cruzábamos uno de los dos
magníficos puentes que unen la isla con la vecina tierra firme al norte y al
sur, recogíamos el coche de alquiler en las oficinas de Hertz del centro de la
ciudad y poníamos rumbo al punto de origen de la sencilla ruta de senderismo al
pico Brosmetinden, entre las poblaciones de Rekvik y Tromvik, en la parte norte
de Kvaloya, al noroeste de Tromso. La ascensión por el borde del acantilado a
través de charcas heladas y esponjosa tundra nos ofreció espectaculares vistas
en todos los ángulos. Descubríamos entonces que la línea del horizonte es más
curva en estas latitudes y que sol sube poco y no cae vertical, sino dibujando
una lenta parábola casi horizontal que alarga los atardeceres y da magia a las
últimas horas del día.
Volvíamos al camping de Tromso para una nueva cita
sorpresa con ella, Aurora, esta vez más bella e inquieta. Demasiado corta pero
más intensa. De formas infinitas e
impredecibles, parecen nubes en su estado más inicial. Es ese el momento mágico
en el que el color empieza a cambiar a un verde lima que se intensifica y
comienzan a ganar tamaño, formando cortinas, espirales o láminas, para pasar a
retorcerse en un vals astral o ritual ancestral vikingo. Si hay suerte, y la
hubo, los morados y violetas aparecen, cortados por cuchillos de acero en un vaivén
frenético.
Con la motivación rozando las
luces, cogíamos el teleférico hasta lo alto de la montaña Storsteinen para
observar, ya de noche cerrada, desde lo más alto y acompañados de las
inoportunas y amenazantes nubes, la vida en la ciudad con forma de punta de
flecha prehistórica.
De buena mañana poníamos rumbo
este para adentrarnos en pleno fiordo de Lyngen. Los bellos y desproporcionados
riscos, más propios de la cordillera del Himalaya, los blancos valles helados,
las carreteras a orillas de las largas lenguas de pacíficas aguas negras y un
par de ferries cortos entre Breivikeidet y Svensby y entre Lyngseidet y
Olderdalen nos metieron de lleno en la hondonada de Kafjorddalen, prólogo de la
búsqueda fallida de la gran cascada y de uno de los grandes momentos del viaje.
Como en una especie de embudo, la carretera que discurría por el valle terminaba
en un fino camino de gravilla que ascendía por el final del mismo hasta
olvidarse de los árboles, cambiando de paisaje, casi de dimensión, hasta entrar
en un desolador y solitario paraje de belleza suprema. Tras la infinidad de
hipotérmicos montículos color camel asomó un extremo del lago Guolasjávri. El
camino de tierra blanquecina seguía con final tan emocionante como incierto.
Aislados de la civilización, decididos, acompañados del silencio más absoluto,
sólo pensábamos en continuar. Fue entonces cuando aparecieron, cuando la
naturaleza nos recompensaba por nuestra constancia. Cientos de renos en
libertad, divididos en grupos y mimetizados con el terreno, se cruzaban en
nuestro camino, para nuestro asombro. Incrédulos, conscientes de la oportunidad
que se nos brindaba, del momento único que vivíamos, observamos, corrimos y
gritamos, libres. Al final del camino, tras bordear parte del lago, más cerca
del pico Haiti y de la frontera con Finlandia, soñamos con aventuras,
investigamos, anduvimos por la parte más helada de la laguna, jugamos a la
petanca sobre hielo y disfrutamos de la compañía con un té caliente en un
pequeño montículo formado por diminutas piedras que sobresalía entre la gran
placa de hielo. A sabiendas que la nubosidad le ganaría la partida a las
auroras aquella noche, pusimos rumbo de vuelta a Tromso.
Para la última travesía del
viaje no nos alejaríamos mucho de Tromso, sólo treinta minutos al norte, más
allá del aeropuerto, poco antes de la pequeña playa que precede a la localidad
de Skulsfjord. Bordeamos el fiordo atravesando los abiertos jardines de las
idílicas y retiradas casas de madera y, de forma improvisada, esperamos la
aparición de alguna ballena despistada, que finalmente sólo avistamos en
nuestra imaginación.
Del centro de Tromso, dinámica
y universitaria como pocas, merecieron especial mención su original Catedral
del Ártico, de diseño y formas punteras, simulando una cordillera nevada, sus
impresionantes puentes, tan altos como estrechos, su Catedral Neogótica del
centro, el museo de su mar, Polaria, formado por bloques que parecen caer como
fichas de dominó, sus coloridas casas de madera y la espectacularidad de la
cocina de Bardus Bar.
A puertas de una bizarra
fiesta de Halloween, más tímida que los dos primeros días, entre las nubes, Aurora
no faltó a nuestra última cita, casi sin testigos, agridulce.
Como en casi todo sueño cumplido,
la sensación de querer más resulta insoportable; volver a casa deja de ser una
simple cuestión de coger un avión.
Aurora, te seguiré viendo en
cualquier lugar, en la oscuridad de la noche, cerrando los ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario