1/16/2016

Turquía blanca


La Estambul moderna es el resultado perfecto del dominio de los más importantes imperios que conocemos. Alejada del rodillo y destrucción que provocan las guerras y las conquistas, la ciudad parece haberse cuidado minuciosamente durante siglos y siglos, de forma extraordinaria, mágica, prodigiosa, como demuestra el maravilloso estado de conservación de algunos de sus más importantes monumentos, como la Columna de Constantino, La Basílica de la Cisterna o Santa Sofía, cuya construcción o existencia se remonta a siglos de un solo dígito, a los cuales estamos tan poco acostumbrados.

Los gobernantes de esta gran urbe estratégica de infinitas denominaciones se solapan como su historia en mi cabeza, más sensible a lo visual, a lo que Bizancio, Constantinopla o Estambul ofrecen estéticamente. Consecuencia de esa historia única, esa mezcla occidental y oriental me ha fascinado hasta niveles que desconocía hasta ahora.


El temporal ya nos recibió a la salida del avión y convertiría todo el viaje en una entretenida expedición casi más ártica que turca. El rezo más madrugador del día y una capa de unos veinte centímetros de nieve en polvo nos dieron la bienvenida a nuestra llegada en tranvía a la estación de Cemberlitas, en el distrito de Sultanahmet. La imposibilidad de realizar el check-in en el hotel que nos acogería durante la totalidad de nuestra estancia en Estambul, el Blue Istanbul, a tales horas intempestivas de la mañana, nos obligó a adelantar nuestro itinerario. La avenida Divan Yolu, la más histórica y principal calle de la vieja ciudad, diseccionada por el eficiente tren público, muestra esa mezcla de lo moderno y lo tradicional que se respira por toda la metrópoli, y que hacen su perfección cómoda y accesible. Pequeños establecimientos de dulces turcos y restaurantes se suceden hasta que el color coral de Santa Sofía y los minaretes de la Mezquita Azul, a izquierda y derecha respectivamente, aparecen en el corto horizonte, separadas por una Plaza de Sultanahmet, que aquella mañana, ya con los aromas a castaña asada y maíz tostado impregnados en el aire, parecía un manto blanco y uniforme.



Cruzar la puerta lateral de entrada a Santa Sofía es ingresar en un túnel del tiempo directo al siglo VI, a la era de magnificencia bizantina en la que se construyó el templo, iglesia y mezquita, insignia de la ciudad, de imperios y religiones, del mundo cristiano y árabe, y en constante evolución hasta el siglo XVI. Cincuenta y cinco espléndidos metros de historia en dos plantas, una maravilla difícilmente descriptible, dominada por un dorado cegador y una neblina espiritual. La luz que atraviesa las vitrinas alumbra los mosaicos bizantinos y aviva el brillo de los enormes medallones árabes. Un lugar increíble que visitar en sueños.




A escasos metros, una sensación parecida recorre el cuerpo cuando se desciende al subsuelo para visitar la Basílica de la Cisterna, una reserva de agua subterránea de la misma época. 336 hermosísimas columnas de más de 1.500 años de antigüedad mantienen en pie la estructura abovedada y sus reflejos en el calmado bálsamo de agua provocan atractivos efectos visuales.  La elegante y anaranjada iluminación y el sutil eco de la música envuelven en un juego adictivo sólo evitable volviendo a la superficie.



Tocaba descansar con vistas a los blancos tejados sureños de Estambul y al Mar de Mármara, siempre abarrotado de barcos de mercancía. En el barrio de Beyoglu, el restaurante Peymane nos ofreció una cena aceptable y tranquila, alejado del gentío y las aglomeraciones propias del último día del año. Un gélido paseo por lo más profundo del distrito nos llevó a la base de la referente Torre de Gálata para poner rumbo al Puente de Gálata, donde, bajo el mismo, el tiempo se nos echó encima y disfrutamos del primer narguile, de la cerveza local Efes, de la nieve en la cara, de los fuegos artificiales caseros, de movida música de la tierra y de las primeras doce uvas a hora turca. Ya de vuelta en el hotel, la otra docena canaria era obligada.

El año 2016 amaneció azul turquesa, sin rastro de nubes en el cielo y la nieve del suelo a medio pisar, resplandeciente. Comenzó desde el albero hotel Four Seasons, antigua prisión neoclásica otomana restaurada, con un recorrido por la parte baja de la Plaza de Sultanahmet, donde mejor puede apreciarse la simpleza y buen gusto de la arquitectura otomana, con tranquilas callejuelas repletas de coloridas casas de madera de estilo clásico que contrastan con las bellas mezquitas Kucuk Aya Sofya, antigua iglesia bizantina del siglo VI, y Sokullu Mehmet Pasa, del siglo XVI. En las inmediaciones, a pies de la imponente Mezquita Azul, el Bazar de Arasta permite pasar un rato de compras más sosegadas.







Una parada en el Bar Mado, en Divan Yolu, una clásica cafetería de varios pisos y excepcionales vistas, marcó el inicio de una bonita historia de amor con los baklava, dulces hojaldrado de avellana o pistacho, que duraría todo el viaje. Una joya culinaria que acompañar con un te turco en vaso de cristal en forma de tulipán, al que los locales muestran constante devoción, o con café local, fuerte y espeso como pocos.

Mucho más bella, moderna y pequeña que su vecina Santa Sofía, la Mezquita Azul, del siglo XVII, se muestra grandiosamente gris desde cualquier perspectiva. Desde dentro, momentos previos al rezo y de forma fugaz, pudimos apreciar el porqué de su nombre. La cerámica azul predomina sobre los tonos blancos y rojos en sus cúpulas eternas.




El gran bazar es una ciudad techada en sí misma, un laberinto en el que sólo los gatos y los locales se encuentran, un lugar para ver tres horas o descubrir en siete vidas. Un tópico, dejarse llevar sin plan u orden alguno por las callejuelas idénticas. Una recomendación, pararse a comer un shish kebab, el pincho moruno turco, entre bolsos falsificados, en alguno de los escasos puestos que surgen inesperadamente en pleno entramado de calles.



En vísperas de nuestra excursión a la Capadocia seríamos testigos del poder del formidable imperio otomano. Al Palacio Topkapi, hogar de los sultanes durante casi cuatro siglos, se accede a través de la Puerta Imperial, inconfundible, en el extremo Noreste de Santa Sofía. Éste comenzó a erigirse en el siglo XV, en sus pabellones laterales abundan reliquias de valor incalculable y  sus patios se suceden hasta llegar al último, donde el espacio se abre y las vistas a izquierda y derecha del Cuerno de Oro y del Mar de Mármara bien merece recorrerlo de punta a punta. Por último, una visita al Harén, cuyo ticket se adquiere por separado, nos da una idea del lujo y estilo de vida de las altas esferas en la época. Estancias al detalle que desprenden tranquilidad, cuyo uso se alejaba mucho de la actual concepción occidental, que mezclan estilos de diferentes periodos, en las que dejarse llevar y ver los siglos pasar, de azulejos en vivos azules y turquesas, bellas inscripciones que engalanan salas y salas vacías y sofás bajos y aterciopelados color rojo pasión que invitan al descanso y al regocijo.






Cerca, una de las más acogedoras y modernas dulcerías de la ciudad, Efezade, se ganó, sin duda, el puesto a la mejor pausa. El mejor baklava del viaje y un decorado de revista. Poniendo dirección hacia el Puente de Gálata, nos cruzamos con el Centro Cultural Hodjapasha, donde cogimos los tickets para más tarde ver el ritual de meditación o danza de los derviches, y con la majestuosa Mezquita Nueva y su Bazar Egipcio o de las Especias adyacente, del siglo XVII, uno de los más antiguos de Estambul.


Ya, en el extremo sur del puente, la zona de Eminonu. Si Estambul fuera un cuerpo humano, aquí tendría los pulmones, de aquí sacaría el aire para respirar. La gente viene y va, aparece y desaparece, del puente, de la plaza, de la estación, de los puestos callejeros, de los genuinos restaurantes a pie de río. Una de las grandes experiencias y estampas de Estambul nacen aquí. Desde la parte inferior del puente, el trajín de la plaza se magnifica, los barcos-restaurante de Balik Emek se balancean, como agitados por gigantes olas, mientras en ellos se preparan los filetes de pescado a la parrilla, que, junto con pan y ensalada, se sirven a los comensales, en tierra firme. Detrás, la Mezquita de Suleymaniye, posa, en lo alto de la colina, sabedora de lo inolvidable de la imagen. Estambul en su estado más puro.






Al otro lado del puente, la corta conexión de tranvía Karakoy-Tunel ahorra energías y subir la empinada cuesta que lleva a la Torre de Gálata. La enorme ventisca nos obligó a sufrir, más que disfrutar, las vistas desde su parte más alta. Los derviches nos esperaban.

Los rituales religiosos de una orden temida y perseguida hace siglos cuyos integrantes giran durante minutos y minutos sin descanso para entrar en trance merece mucho respeto y puede parecer atractivo, pero seré directo. Desde el mayor de los respetos, como atracción turística, tiene el mismo efecto que un somnífero para caballos. Quizás en unas circunstancias más adecuadas, la experiencia hubiera sido bien distinta. Os dejo la fotografía prohibida. Eso que me llevo.


Llegando al aeropuerto de Nevsehir, uno de los dos de la región, la Capadocia nos recibiría helada, teñida de blanco, con un cielo color lapislázuli y temperaturas más propias de la Laponia finlandesa. Goreme, la ciudad invisible donde formaciones rocosas, casas y hoteles parecen formar parte de un mismo estampado invernal, nos acogió en uno de sus hoteles-cueva, el Gedik Cave Hotel, perfectamente integrado en una de la infinidad de rocas puntiagudas y agujereadas que componen el surrealista paisaje.


El museo al aire libre de Goreme, a un agradable paseo del pueblo, aglomera una buena cantidad de iglesias ocultas en las sobrenaturales columnas de piedra, con coloridas y radiantes pinturas en su interior. Ver para creer.





Siguiendo por la sinuosa carretera, a la izquierda, los valles rosa, del amor o de las hadas invitan a abandonarse en un espectáculo visual sin parangón. Hasta el suave púrpura llego al cielo para despedirnos y el gran Rafik, dueño del restaurante Nazar Borek, para alimentarnos a base de crema de lentejas y gozleme y hacernos sentir como en casa.




Por la noche, ya en soledad, sólo acompañado de mi cámara y de mi espíritu aventurero, Goreme me ofreció su cara nocturna desde lo más alto.


El día siguiente despertaría ventoso y con malas noticias. Nuestro vuelo en globo, la actividad turística por excelencia de la zona, se cancelaba, sin previo aviso y con madrugón incluido. Aprovechando el temprano inicio del día, con mi cámara aun sin síntomas de hipotermia y el espíritu intacto, volví a mis alturas para descender otro de los valles a espaldas de Goreme, el de la miel, y así ver las enormes chimeneas desde su base. Mi momento.


Un tour tocado por el clima nos dio la oportunidad de bajar a las profundidades de la insípida ciudad subterránea de Derinkuyu, conocer la ciudad griega abandonada de Cavusin y vivir, desde dentro, la tradición alfarera local.





Medio día más en Estambul nos obligaba a cruzar a la parte más accesible de su lado asiático y menos turístico, Huskudar, a ver la ciudad de los sultanes desde otra perspectiva con la Torre de la Doncella en primer plano, flotando desde el siglo XII, faro de leyendas.

Este viaje merecía la entrada perfecta, una novela incluso. Una publicación de esas cortas y directas que combinan historia, itinerarios, recomendaciones e impresiones de forma poética y sublime. No fue el caso. De igual manera, quería trasladaros a una Turquía blanca e idílica, de envidiable pasado, mezquitas que quitan el hipo, paisajes únicos, generosas gentes y deliciosa cocina, donde las páginas de la historia moderna se escribían, las masas luchaban, los comerciantes se enriquecían, las generaciones pasaban, los hermosos caballos pastaban, los dirigentes campaban a sus anchas y los arquitectos plasmaban sus fantasías sobre el papel para después hacerlas realidad. Espero haberlo conseguido.

Con mi pequeño “nazar” en casa, que me protegerá del mal de ojo y de los peligros que nos rodean, que volvían a pasarme cerca y a destrozar las vidas de inocentes en la Plaza de Sultanahmet mientras escribía esta entrada, me despido hasta la próxima.

Saludos viajeros.


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