La
Estambul moderna es el resultado perfecto del dominio de los más importantes
imperios que conocemos. Alejada del rodillo y destrucción que provocan las
guerras y las conquistas, la ciudad parece haberse cuidado minuciosamente
durante siglos y siglos, de forma extraordinaria, mágica, prodigiosa, como
demuestra el maravilloso estado de conservación de algunos de sus más
importantes monumentos, como la Columna de Constantino, La Basílica de la
Cisterna o Santa Sofía, cuya construcción o existencia se remonta a siglos de
un solo dígito, a los cuales estamos tan poco acostumbrados.
Los
gobernantes de esta gran urbe estratégica de infinitas denominaciones se
solapan como su historia en mi cabeza, más sensible a lo visual, a lo que
Bizancio, Constantinopla o Estambul ofrecen estéticamente. Consecuencia de esa
historia única, esa mezcla occidental y oriental me ha fascinado hasta niveles
que desconocía hasta ahora.
El
temporal ya nos recibió a la salida del avión y convertiría todo el viaje en
una entretenida expedición casi más ártica que turca. El rezo más madrugador
del día y una capa de unos veinte centímetros de nieve en polvo nos dieron la
bienvenida a nuestra llegada en tranvía a la estación de Cemberlitas, en el
distrito de Sultanahmet. La imposibilidad de realizar el check-in en el hotel
que nos acogería durante la totalidad de nuestra estancia en Estambul, el Blue Istanbul, a tales horas intempestivas de la mañana, nos obligó a adelantar
nuestro itinerario. La avenida Divan Yolu, la más histórica y principal calle
de la vieja ciudad, diseccionada por el eficiente tren público, muestra esa
mezcla de lo moderno y lo tradicional que se respira por toda la metrópoli, y
que hacen su perfección cómoda y accesible. Pequeños establecimientos de dulces
turcos y restaurantes se suceden hasta que el color coral de Santa Sofía y los
minaretes de la Mezquita Azul, a izquierda y derecha respectivamente, aparecen
en el corto horizonte, separadas por una Plaza de Sultanahmet, que aquella
mañana, ya con los aromas a castaña asada y maíz tostado impregnados en el
aire, parecía un manto blanco y uniforme.
Cruzar
la puerta lateral de entrada a Santa Sofía es ingresar en un túnel del tiempo
directo al siglo VI, a la era de magnificencia bizantina en la que se construyó
el templo, iglesia y mezquita, insignia de la ciudad, de imperios y religiones,
del mundo cristiano y árabe, y en constante evolución hasta el siglo XVI. Cincuenta
y cinco espléndidos metros de historia en dos plantas, una maravilla
difícilmente descriptible, dominada por un dorado cegador y una neblina
espiritual. La luz que atraviesa las vitrinas alumbra los mosaicos bizantinos y
aviva el brillo de los enormes medallones árabes. Un lugar increíble que
visitar en sueños.
A
escasos metros, una sensación parecida recorre el cuerpo cuando se desciende al
subsuelo para visitar la Basílica de la Cisterna, una reserva de agua
subterránea de la misma época. 336 hermosísimas columnas de más de 1.500 años
de antigüedad mantienen en pie la estructura abovedada y sus reflejos en el
calmado bálsamo de agua provocan atractivos efectos visuales. La elegante y anaranjada iluminación y el
sutil eco de la música envuelven en un juego adictivo sólo evitable volviendo a
la superficie.
Tocaba
descansar con vistas a los blancos tejados sureños de Estambul y al Mar de
Mármara, siempre abarrotado de barcos de mercancía. En el barrio de Beyoglu, el
restaurante Peymane nos ofreció una cena aceptable y tranquila, alejado del
gentío y las aglomeraciones propias del último día del año. Un gélido paseo por
lo más profundo del distrito nos llevó a la base de la referente Torre de
Gálata para poner rumbo al Puente de Gálata, donde, bajo el mismo, el tiempo se
nos echó encima y disfrutamos del primer narguile, de la cerveza local Efes, de
la nieve en la cara, de los fuegos artificiales caseros, de movida música de la
tierra y de las primeras doce uvas a hora turca. Ya de vuelta en el hotel, la otra
docena canaria era obligada.
El
año 2016 amaneció azul turquesa, sin rastro de nubes en el cielo y la nieve del
suelo a medio pisar, resplandeciente. Comenzó desde el albero hotel Four Seasons, antigua prisión neoclásica otomana restaurada, con un recorrido por la
parte baja de la Plaza de Sultanahmet, donde mejor puede apreciarse la simpleza
y buen gusto de la arquitectura otomana, con tranquilas callejuelas repletas de
coloridas casas de madera de estilo clásico que contrastan con las bellas
mezquitas Kucuk Aya Sofya, antigua iglesia bizantina del siglo VI, y Sokullu
Mehmet Pasa, del siglo XVI. En las inmediaciones, a pies de la imponente
Mezquita Azul, el Bazar de Arasta permite pasar un rato de compras más
sosegadas.
Una
parada en el Bar Mado, en Divan Yolu, una clásica cafetería de varios pisos y
excepcionales vistas, marcó el inicio de una bonita historia de amor con los baklava, dulces hojaldrado de avellana o
pistacho, que duraría todo el viaje. Una joya culinaria que acompañar con un te
turco en vaso de cristal en forma de tulipán, al que los locales muestran
constante devoción, o con café local, fuerte y espeso como pocos.
Mucho
más bella, moderna y pequeña que su vecina Santa Sofía, la Mezquita Azul, del
siglo XVII, se muestra grandiosamente gris desde cualquier perspectiva. Desde
dentro, momentos previos al rezo y de forma fugaz, pudimos apreciar el porqué
de su nombre. La cerámica azul predomina sobre los tonos blancos y rojos en sus
cúpulas eternas.
El
gran bazar es una ciudad techada en sí misma, un laberinto en el que sólo los
gatos y los locales se encuentran, un lugar para ver tres horas o descubrir en
siete vidas. Un tópico, dejarse llevar sin plan u orden alguno por las
callejuelas idénticas. Una recomendación, pararse a comer un shish kebab, el pincho moruno turco,
entre bolsos falsificados, en alguno de los escasos puestos que surgen
inesperadamente en pleno entramado de calles.
En
vísperas de nuestra excursión a la Capadocia seríamos testigos del poder del
formidable imperio otomano. Al Palacio Topkapi, hogar de los sultanes durante
casi cuatro siglos, se accede a través de la Puerta Imperial, inconfundible, en
el extremo Noreste de Santa Sofía. Éste comenzó a erigirse en el siglo XV, en
sus pabellones laterales abundan reliquias de valor incalculable y sus patios se suceden hasta llegar al último,
donde el espacio se abre y las vistas a izquierda y derecha del Cuerno de Oro y
del Mar de Mármara bien merece recorrerlo de punta a punta. Por último, una
visita al Harén, cuyo ticket se adquiere por separado, nos da una idea del lujo
y estilo de vida de las altas esferas en la época. Estancias al detalle que
desprenden tranquilidad, cuyo uso se alejaba mucho de la actual concepción
occidental, que mezclan estilos de diferentes periodos, en las que dejarse
llevar y ver los siglos pasar, de azulejos en vivos azules y turquesas, bellas
inscripciones que engalanan salas y salas vacías y sofás bajos y aterciopelados
color rojo pasión que invitan al descanso y al regocijo.
Cerca,
una de las más acogedoras y modernas dulcerías de la ciudad, Efezade, se ganó,
sin duda, el puesto a la mejor pausa. El mejor baklava del viaje y un decorado
de revista. Poniendo dirección hacia el Puente de Gálata, nos cruzamos con el
Centro Cultural Hodjapasha, donde cogimos los tickets para más tarde ver el
ritual de meditación o danza de los derviches, y con la majestuosa Mezquita
Nueva y su Bazar Egipcio o de las Especias adyacente, del siglo XVII, uno de
los más antiguos de Estambul.
Ya,
en el extremo sur del puente, la zona de Eminonu. Si Estambul fuera un cuerpo
humano, aquí tendría los pulmones, de aquí sacaría el aire para respirar. La
gente viene y va, aparece y desaparece, del puente, de la plaza, de la
estación, de los puestos callejeros, de los genuinos restaurantes a pie de río.
Una de las grandes experiencias y estampas de Estambul nacen aquí. Desde la
parte inferior del puente, el trajín de la plaza se magnifica, los
barcos-restaurante de Balik Emek se balancean, como agitados por gigantes olas,
mientras en ellos se preparan los filetes de pescado a la parrilla, que, junto
con pan y ensalada, se sirven a los comensales, en tierra firme. Detrás, la
Mezquita de Suleymaniye, posa, en lo alto de la colina, sabedora de lo
inolvidable de la imagen. Estambul en su estado más puro.
Al
otro lado del puente, la corta conexión de tranvía Karakoy-Tunel ahorra energías
y subir la empinada cuesta que lleva a la Torre de Gálata. La enorme ventisca
nos obligó a sufrir, más que disfrutar, las vistas desde su parte más alta. Los
derviches nos esperaban.
Los
rituales religiosos de una orden temida y perseguida hace siglos cuyos
integrantes giran durante minutos y minutos sin descanso para entrar en trance
merece mucho respeto y puede parecer atractivo, pero seré directo. Desde el
mayor de los respetos, como atracción turística, tiene el mismo efecto que un
somnífero para caballos. Quizás en unas circunstancias más adecuadas, la
experiencia hubiera sido bien distinta. Os dejo la fotografía prohibida. Eso
que me llevo.
Llegando
al aeropuerto de Nevsehir, uno de los dos de la región, la Capadocia nos
recibiría helada, teñida de blanco, con un cielo color lapislázuli y temperaturas
más propias de la Laponia finlandesa. Goreme, la ciudad invisible donde
formaciones rocosas, casas y hoteles parecen formar parte de un mismo estampado
invernal, nos acogió en uno de sus hoteles-cueva, el Gedik Cave Hotel,
perfectamente integrado en una de la infinidad de rocas puntiagudas y
agujereadas que componen el surrealista paisaje.
Siguiendo
por la sinuosa carretera, a la izquierda, los valles rosa, del amor o de las
hadas invitan a abandonarse en un espectáculo visual sin parangón. Hasta el
suave púrpura llego al cielo para despedirnos y el gran Rafik, dueño del
restaurante Nazar Borek, para alimentarnos a base de crema de lentejas y
gozleme y hacernos sentir como en casa.
El
día siguiente despertaría ventoso y con malas noticias. Nuestro vuelo en globo,
la actividad turística por excelencia de la zona, se cancelaba, sin previo
aviso y con madrugón incluido. Aprovechando el temprano inicio del día, con mi
cámara aun sin síntomas de hipotermia y el espíritu intacto, volví a mis
alturas para descender otro de los valles a espaldas de Goreme, el de la miel,
y así ver las enormes chimeneas desde su base. Mi momento.
Medio
día más en Estambul nos obligaba a cruzar a la parte más accesible de su lado
asiático y menos turístico, Huskudar, a ver la ciudad de los sultanes desde
otra perspectiva con la Torre de la Doncella en primer plano, flotando desde el
siglo XII, faro de leyendas.
Este viaje merecía la entrada perfecta, una novela incluso. Una publicación de esas cortas y directas que combinan historia, itinerarios, recomendaciones e impresiones de forma poética y sublime. No fue el caso. De igual manera, quería trasladaros a una Turquía blanca e idílica, de envidiable pasado, mezquitas que quitan el hipo, paisajes únicos, generosas gentes y deliciosa cocina, donde las páginas de la historia moderna se escribían, las masas luchaban, los comerciantes se enriquecían, las generaciones pasaban, los hermosos caballos pastaban, los dirigentes campaban a sus anchas y los arquitectos plasmaban sus fantasías sobre el papel para después hacerlas realidad. Espero haberlo conseguido.
Con
mi pequeño “nazar” en casa, que me protegerá del mal de ojo y de los peligros
que nos rodean, que volvían a pasarme cerca y a destrozar las vidas de
inocentes en la Plaza de Sultanahmet mientras escribía esta entrada, me despido
hasta la próxima.
Saludos
viajeros.
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