4/28/2014

Lisboa, decadencia cerámica


Mi primera vez en mi país vecino, en su versión más desbordada. Su capital, pintada a mano, lo más parecido a una enorme pieza maestra de azulejo de belleza y colores deslumbrantes, erosionada, pendiente de una restauración utópica e innecesaria. Sus imperfecciones, su descuido, le imprimen el carácter único, su antigüedad y sus colores, entre vivos y desgastados, la personalidad, sus alturas, sus relieves, el atractivo, sus bollos inverosímiles, sus dulces de queso, la dulzura. Caminar sus calles, angostas como juntas de baldosines, traslada a otra época, aquella en la que las tonalidades brillantes de sus incomparables fachadas brillarían al son del fado y reflejarían los pocos y afortunados rayos que osasen irrumpir en los callejones.




Alojados a pies de la colina, entre La Baixa y el Castillo de San Jorge, en el barrio de La Alfama, éste se erige escarpado en un espacio ridículo, desafiando las leyes de la gravedad urbanística, entre escalones de piedra, preciosas, acogedoras y ocultas plazas vecinales al descubierto y cuestas imposibles, como sello distintivo de la ciudad en mi opinión. Un poco de esfuerzo se ve altamente recompensando con vistas del, a esta altura, desproporcionado río Tajo, dando la mano al mar, y de los rojizos tejados, que siguen, armoniosamente, las formas de las lomas sobre las que se posa la capital.






La comercial, abarrotada y musical Rua Augusta ofrece el mejor paseo hasta la Plaza del Comercio, que, tras cruzar el triunfal arco, se muestra imponente a orillas del gran río, que al atardecer, pinta de gris un cielo que lo colorea recíprocamente de púrpura, desbordando de esencia su desembocadura, de la que el Cristo Rey y el imponente y colorado puente que da acceso a la ciudad son testigos de honor.








El barrio alto, genuinamente señorial, se muestra más alborotado, más turístico y es la estrella de las postales de la ciudad, con sus edificios impolutos, calles empinadas, tranvías color mostaza y comercios de ensueño de fondo. Con una vida nocturna sobresaliente, de bohemios bares y restaurantes, esta área se convierte en la alternativa más evidente y recurrible para invertir el tiempo en la ciudad de luz. El imponente y deslumbrante elevador de Santa Justa permite, a los más turistas y cómodos, ascender directamente a lo alto de la colina, donde el Convento do Carmo recibe, desnudo, parcialmente derruido, a los transeúntes del ascensor, trasladándolos al siglo XIV, cuando las colinas se encontrarían desiertas y desprovistas de la arcilla granate de los techados.

A unos treinta kilómetros al noroeste de Lisboa, Sintra, pulcra, pura, de cuento, aparece oculta, mimetizada, entre las verdes montañas. El encanto del más bello pueblo vasco y del más sublime y colorida aldea italiana se entremezclan en escasas calles alrededor de la plaza principal, donde el Palacio Nacional domina la escena con sus dos extrañas y puntiagudas cúpulas de sucio blanco, más propias de un templo tailandés que de un palacio portugués. Desde aquí, los geranios, el blanco, el dorado y el salmón someten a la retina al placer más absoluto. Irse sin probar las Queijadas da Sapa, deleitando los paladares más dulces desde 1756, podría considerarse delito. Con menos solera, pero igualmente respetable, el restaurante Tulhas, escondido, a escasos metros de la plaza, nos proveyó de platos de gastronomía típica portuguesa a base de bacalao con puré de patatas, pato y carne, con una amabilidad enorme, como el grosor de los dedos de su servicial dueño.








En la cima de su cerro se encuentra el increíble y espectacular Palacio da Pena. Cual bosque encantado, ya el parque que le da cobijo parece albergar pequeñas e infantiles hadas de cuento, que con su aleteo tiñen de dorado y verde lima el ambiente, creando una atmósfera cargada de armonía e impregnando a los árboles, piedras, caminos, agua y musgo de un hechizo que les hace coger vida. ¿Lo veis?




Segundo castillo en sábados consecutivos. Otro ejemplo descomunal de poderío arquitectónico. Sobre una piedra, este fuerte de Playmobil del siglo XIX deja atónitos a los visitantes con su tamaño, sus colores mostaza, granate, gris y morado, vivos, su cerámica de incalculable valor, sus influencias árabes, sus ornamentos llenos de tetricismo y sus pintorescos puestos de vigilancia.












En dirección sur, tras una rápida pero oportuna parada en el circuito de Estoril y un apacible paseo por la playa de Guincho, un paradisíaco, salvaje y ocre paraje entre abrupta isla griega y bello islote canario en apariencia, pusimos rumbo a Cascaes, una de las joyas de la costa portuguesa, un perfecto y relajante pueblo pesquero de playa, en precioso desafío al océano. Cerveza local Sagres en mano, un nuevo atardecer para la gran colección, entre enrojecidas tejas recién pintadas manchando de púrpura el cielo que las acariciaba.








De nuevo en Lisboa, y desde el siglo XVI, la superpoblada Torre de Belém vigila, esplendorosa, en primera instancia, a los intrusos, veleros, barcos y buques de carga, que osan entrar a la capital por el río, para después recibirles con las manos abiertas y aplaudirles con ayuda del gentío que la visita a diario. Muy cerca, en la misma orilla, el inmenso Monumento a los Descubrimientos y, enfrente, el Monasterio de los Jerónimos, merecen sin duda mismo protagonismo.






Por otra parte, tengo que recordar la zona del Parque de las Naciones, donde aconteció la Expo de 1998. De inversión desproporcionada, residencial y rebosante de edificios de oficinas, se muestra desértica en fin de semana, a pie de calle y desde el teleférico que la atraviesa de punta a punta.






Para acabar con buen sabor de boca, he de inmortalizar mis leves y pasajeros recuerdos de la noche en Lux, en el solitario área del puerto, una de las discotecas más exclusivas de la ciudad, donde, al increíble son de música negra, disfrutamos de su lujoso interior y de su terraza con vistas 270 grados, divisando las descomunales grúas, contenedores de carga y las cúpulas iluminadas de la gran capital lusa.

No me puedo olvidar de Elvas, ciudad portuguesa amurallada, de gran relevancia histórica, patrimonio mundial de la Unesco, camino de Lisboa, tras cruzar la frontera con España. Muy similar a los bellos pueblos andaluces del sur de nuestro país, este municipio bien merece una parada en el camino para entrar en contacto con la gastronomía portuguesa, como en Adege Regional, donde recetas típicas de carne con nata y champiñones o bacalao dorada abrieron el estómago hasta casi nuestro retorno.

Enamorado de sus baldosines de cerámica, a los que os presento, pendiente de fotografiarlos sin descanso una vez más y de ponerles nombres y apellido, me despido de Lisboa y de vosotros, viajeros, hasta la próxima.














2 comentarios:

  1. Fantástica entrada. Allá estaré a finales de Julio :D

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  2. Muchas gracias Señor!Que bueno!Vienes sólo a Portugal o tendremos el honor de tenerte por España road-triping?Abrazo!

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