Mi
primera vez en mi país vecino, en su versión más desbordada. Su capital,
pintada a mano, lo más parecido a una enorme pieza maestra de azulejo de
belleza y colores deslumbrantes, erosionada, pendiente de una restauración utópica
e innecesaria. Sus imperfecciones, su descuido, le imprimen el carácter único,
su antigüedad y sus colores, entre vivos y desgastados, la personalidad, sus
alturas, sus relieves, el atractivo, sus bollos inverosímiles, sus dulces de
queso, la dulzura. Caminar sus calles, angostas como juntas de baldosines,
traslada a otra época, aquella en la que las tonalidades brillantes de sus incomparables
fachadas brillarían al son del fado y reflejarían los pocos y afortunados rayos
que osasen irrumpir en los callejones.
Alojados a pies de la colina, entre La Baixa y el Castillo de San Jorge, en el barrio de La Alfama, éste se erige escarpado en un espacio ridículo, desafiando las leyes de la gravedad urbanística, entre escalones de piedra, preciosas, acogedoras y ocultas plazas vecinales al descubierto y cuestas imposibles, como sello distintivo de la ciudad en mi opinión. Un poco de esfuerzo se ve altamente recompensando con vistas del, a esta altura, desproporcionado río Tajo, dando la mano al mar, y de los rojizos tejados, que siguen, armoniosamente, las formas de las lomas sobre las que se posa la capital.
La
comercial, abarrotada y musical Rua Augusta ofrece el mejor paseo hasta la
Plaza del Comercio, que, tras cruzar el triunfal arco, se muestra imponente a
orillas del gran río, que al atardecer, pinta de gris un cielo que lo colorea
recíprocamente de púrpura, desbordando de esencia su desembocadura, de la que
el Cristo Rey y el imponente y colorado puente que da acceso a la ciudad son
testigos de honor.
El
barrio alto, genuinamente señorial, se muestra más alborotado, más turístico y
es la estrella de las postales de la ciudad, con sus edificios impolutos,
calles empinadas, tranvías color mostaza y comercios de ensueño de fondo. Con una
vida nocturna sobresaliente, de bohemios bares y restaurantes, esta área se
convierte en la alternativa más evidente y recurrible para invertir el tiempo
en la ciudad de luz. El imponente y deslumbrante elevador de Santa Justa
permite, a los más turistas y cómodos, ascender directamente a lo alto de la
colina, donde el Convento do Carmo recibe, desnudo, parcialmente derruido, a
los transeúntes del ascensor, trasladándolos al siglo XIV, cuando las colinas
se encontrarían desiertas y desprovistas de la arcilla granate de los techados.
A
unos treinta kilómetros al noroeste de Lisboa, Sintra, pulcra, pura, de cuento,
aparece oculta, mimetizada, entre las verdes montañas. El encanto del más bello
pueblo vasco y del más sublime y colorida aldea italiana se entremezclan en
escasas calles alrededor de la plaza principal, donde el Palacio Nacional
domina la escena con sus dos extrañas y puntiagudas cúpulas de sucio blanco,
más propias de un templo tailandés que de un palacio portugués. Desde aquí, los
geranios, el blanco, el dorado y el salmón someten a la retina al placer más
absoluto. Irse sin probar las Queijadas da Sapa, deleitando los paladares más
dulces desde 1756, podría considerarse delito. Con menos solera, pero
igualmente respetable, el restaurante Tulhas, escondido, a escasos metros de la
plaza, nos proveyó de platos de gastronomía típica portuguesa a base de bacalao
con puré de patatas, pato y carne, con una amabilidad enorme, como el grosor de
los dedos de su servicial dueño.
En
la cima de su cerro se encuentra el increíble y espectacular Palacio da Pena.
Cual bosque encantado, ya el parque que le da cobijo parece albergar pequeñas e
infantiles hadas de cuento, que con su aleteo tiñen de dorado y verde lima el
ambiente, creando una atmósfera cargada de armonía e impregnando a los árboles,
piedras, caminos, agua y musgo de un hechizo que les hace coger vida. ¿Lo veis?
Segundo
castillo en sábados consecutivos. Otro ejemplo descomunal de poderío
arquitectónico. Sobre una piedra, este fuerte de Playmobil del siglo XIX deja
atónitos a los visitantes con su tamaño, sus colores mostaza, granate, gris y
morado, vivos, su cerámica de incalculable valor, sus influencias árabes, sus
ornamentos llenos de tetricismo y sus pintorescos puestos de vigilancia.
En
dirección sur, tras una rápida pero oportuna parada en el circuito de Estoril y
un apacible paseo por la playa de Guincho, un paradisíaco, salvaje y ocre
paraje entre abrupta isla griega y bello islote canario en apariencia, pusimos
rumbo a Cascaes, una de las joyas de la costa portuguesa, un perfecto y
relajante pueblo pesquero de playa, en precioso desafío al océano. Cerveza
local Sagres en mano, un nuevo atardecer para la gran colección, entre enrojecidas
tejas recién pintadas manchando de púrpura el cielo que las acariciaba.
De
nuevo en Lisboa, y desde el siglo XVI, la superpoblada Torre de Belém vigila,
esplendorosa, en primera instancia, a los intrusos, veleros, barcos y buques de
carga, que osan entrar a la capital por el río, para después recibirles con las
manos abiertas y aplaudirles con ayuda del gentío que la visita a diario. Muy
cerca, en la misma orilla, el inmenso Monumento a los Descubrimientos y,
enfrente, el Monasterio de los Jerónimos, merecen sin duda mismo protagonismo.
Por
otra parte, tengo que recordar la zona del Parque de las Naciones, donde
aconteció la Expo de 1998. De inversión desproporcionada, residencial y
rebosante de edificios de oficinas, se muestra desértica en fin de semana, a
pie de calle y desde el teleférico que la atraviesa de punta a punta.
Para
acabar con buen sabor de boca, he de inmortalizar mis leves y pasajeros
recuerdos de la noche en Lux, en el solitario área del puerto, una de las
discotecas más exclusivas de la ciudad, donde, al increíble son de música
negra, disfrutamos de su lujoso interior y de su terraza con vistas 270 grados,
divisando las descomunales grúas, contenedores de carga y las cúpulas
iluminadas de la gran capital lusa.
No
me puedo olvidar de Elvas, ciudad portuguesa amurallada, de gran relevancia
histórica, patrimonio mundial de la Unesco, camino de Lisboa, tras cruzar la
frontera con España. Muy similar a los bellos pueblos andaluces del sur de
nuestro país, este municipio bien merece una parada en el camino para entrar en
contacto con la gastronomía portuguesa, como en Adege Regional, donde recetas
típicas de carne con nata y champiñones o bacalao dorada abrieron el estómago
hasta casi nuestro retorno.
Enamorado
de sus baldosines de cerámica, a los que os presento, pendiente de fotografiarlos sin descanso una vez
más y de ponerles nombres y apellido, me despido de Lisboa y de vosotros, viajeros, hasta la próxima.
Fantástica entrada. Allá estaré a finales de Julio :D
ResponderEliminarMuchas gracias Señor!Que bueno!Vienes sólo a Portugal o tendremos el honor de tenerte por España road-triping?Abrazo!
ResponderEliminar