Bajo mi punto de vista, la grandiosidad de una estampa no se mide
únicamente por el exotismo o belleza de la misma. Un paisaje deja de ser
espectacular y empieza a ser extraordinario cuando la mejor de las lentes, el
ojo humano, deja de apreciar la totalidad de sus detalles, se abruma y se
siente ínfimo ante tal basto despliegue divino.
Empiezo esta entrada con un ejercicio de memoria fotográfica. Os invito
a recordar las imágenes del supuesto edén, las recreaciones animadas de la era
en la que los dinosaurios, despreocupados, lejos de su extinción, campaban a
sus anchas por asombrosos parajes y traslúcidos valles. A mí constantemente me
viene a la mente la misma imagen. Me encuentro a media altura en el extremo de
un valle, desafiando el infinito, observando en primera persona cómo las lomas
de los valles se van disipando y uniendo a la vez hasta perderse en el
infinito, cada vez en una tonalidad más confusa. Un río corre, salvaje,
zigzagueando, más abajo. A los lados, centenares de finas y altísimas cortinas
de agua cristalina nutren su caudal. El verde, con sus miles de matices, domina
la escena, mucho más vivo en las laderas más cercanas y en los fragmentos de
parcela que, a orillas del arroyo, el agua no baña. Todo tiene un toque dorado
amarronado, un barniz que impregna el fuerte sol al perforar la neblina y
reflejarse en la roca, siempre húmeda, como el clima del lugar. Las bases de
los cerros se superponen por el propio culebreo de la formación, impidiendo ver
sus pies, y parecen sentados cara a cara en una mesa eterna, sin fin.
Cierro los ojos y entonces vuelvo a algunos de los valles noruegos que
a continuación muestro, sólo una parte de lo que este más que rico y auto-suficiente país ofrece.
La sorprendente asociación Hispano-Polaca, de recientes pero fuertes lazos, comenzaba su aventura. Una primera y turbia impresión de Oslo a nuestra llegada, ensombrecida por la oscuridad de la noche cerrada, el sombrío ambiente, las prostitutas en las inmediaciones de la estación principal y el frío, inexistente por otra parte, trato del automatizado hotel City Box. Provisional por otro lado, tras disfrutar de la ciudad el último día, de su inmaculada ópera y sus modernas formas, de los contemporáneos edificios de grandes consultoras que integran el famoso código de barras y del flamante y lujoso barrio de Aker Brygge, antiguo astillero, repleto de sublimes residencias y estilosos restaurantes, negocios, cafeterías y bares y con la presencia del transgresor museo de arte moderno Astrup Fearnley. Contraste en estado puro, con impresionante arte callejero y rincones propios de un genuino embarcadero. Salmón noruego sobre generosa cama de fettuccini y fortísima cerveza local en Jacob Aall, una brasserie más que recomendable.
Desde Oslo, recorrimos el camino entre Bergen y Myrdal en el Bergen
Rail, entre bosques y zonas de laguna rodeadas de inmensas rocas grisáceas.
Myrdal, necesario transbordo para dirigirse a Flam en el famoso y turístico
Flamsbana, el célebre tren que se adentra en las profundidades y hasta el extremo
del fiordo Aurlandsfjorden, donde aguarda el diminuto centro
neurálgico del turismo de la zona. El trayecto por las antiguas vías a través
de lo que podría tratarse de un parque natural gigante se asemeja a una especie
de Asturias infinita. Flam, mediocre; sus vistas del fiordo y
sus alrededores, alucinantes, realmente incomparables. La paz y el silencio,
escalofriantes compañeros.
Tras hacer el check in en el Fretheim Hotel en lo que supuso la locura
financiera del viaje, alquilamos unas bicicletas a precio de automóvil, para poner
rumbo el sur por la ruta Rallarvegen entre saltos de agua y preciosas y
coloridas casas de madera, paralela a los raíles del tren del Flamsbana,
saboreando las vistas desde abajo esta vez, hasta llegar a la colosal catarata Rjoandefossen,
pasada la cual la creciente pendiente nos haría darnos la vuelta. La
recomendación en este caso es clara: más vale descender un desnivel de casi un
kilómetro que ascenderlo. Así que, viajeros, si repitiese, Myrdal - Flam lo
habría hecho en bicicleta.
De vuelta a la pequeña localidad, tardío atardecer carente de sol, de
esos donde el cielo va cerrando los ojos poco a poco, dejando a la luz sus
párpados llenos de estrellas. Sentados en una banqueta, creación de alguna
artista local, en una colina de su parte trasera repleta de objetos bizarros y
creativos, gozamos de uno de esos necesarios momentos de paz, hechizados por
ese "algo" que irradian algunos lugares.
Una nueva perspectiva del fiordo se mostraría ante nosotros a la mañana
siguiente tras escasos diez kilómetros en bicicleta, en otra jornada
multiaventura. Un municipio mucho más atractivo y colorido, asentado en
pendiente, con una iglesia ordinaria de interior extraordinario y la cafetería
soñada por cualquier amante del buen gusto, Bakeri & Kafe. Sobreesfuerzo en
kayak con un objetivo, girar una esquina, ver un nuevo cuadro, un nuevo mundo.
Camino de Gudvangen tomamos el primer ferri. A ambos lados, lo abrupto
y majestuoso del paisaje del fiordo Naeroyfjorden se multiplica con el paso de
los minutos, en una especie de carretera de curvas pronunciadas, donde los
corpulentos barcos parecen micromachines haciendo giros a derecha e izquierda,
mientras rocas de mil quinientos metros de altura van desapareciendo, jugando
a un escondite de gigantes.
El aparente trámite a Voss en autobús ofreció una de esas vistas que se
clavan en la parte más selectiva del cerebro y levantan los más prolongados Ooohhh de los turistas asiáticos
presentes. Una carretera de vértigo de comienzos de siglo XIX que desciende
casi en espiral puso ante nuestros atónitos ojos uno de esos valles sin fin que
se pierden en el horizonte, de los que hablaba al comienzo de la entrada.
En escasamente una hora en Voss, y en las inmediaciones de su estación
de tren, desde donde nos dirigiríamos a Bergen, disfrutamos del histórico hotel
Fleischer´s, su pradera, su imponente iglesia del siglo XIII, su enorme lago y
sus prometedoras pistas de ski.
Un jovial y fiestero Bergen nos recibió generoso con un gran torrente
de agua y nos acogió durante unas horas. Un corto paseo por el centro nos
sirvió para admirar su preciosa iglesia de ladrillo rojizo y su aspecto
bellamente descuidado.
La ruta en nuestro moderno y diminuto Citroën color marfil por el
interior del país daba comienzo, la cual especifico más abajo:
Bergen – Kvanndal (ferri) Utne – Odda – Buer (Buarbreen Glacier) –
Nesvik (ferri) Hjelmeland – Tysdal Camping – Preikestolen – Forsand (ferri)
Lysebotn – Kongeparken Camping – Ergesund – Ogna – Sverd i fjell – Stavanger
Un recorrido inolvidable por una nación sin parangón.
De la tranquilidad de los traslados en ferri y de las carreteras
noruegas, idílicas, solitarias y secundarias, a la placentera acción y la
siempre necesaria dosis de tensión en las rutas de senderismo por el
emocionante glaciar Buarbreen, por la mayor y superpoblada atracción del país,
El Púlpito o Preikestolen, y por un asombroso y húmedo paraje del que sólo
poseo una referencia, Middagskjerringa Tursti, bien distinto a todo lo visto
con anterioridad, a pocos minutos del mirador Nido del Águila, en Lysebotn.
La
primera, la subida al glaciar Buarbreen, de durísima ascensión, larga, hasta la base del mismo, incluso tras
escalar con cuerdas por resbaladizas paredes y cruzar rápidos, imperecedera en
mi memoria, mi preferida, una sensación de conquista, de autorrealización.
La
segunda, la ruta de ascenso al Preikestolen, la más conocida, algo más corta, de incomparables vistas, pero
ruidosa, incómoda, excesivamente turística, hasta el punto de hacer
replantearme la leyenda que prevé su desprendimiento tras el casamiento de
cinco hermanos con cinco hermanas noruegas y optar por la versión de los
preocupados geólogos, al ritmo actual de visitas.
La tercera, inacabada,
sorprendente e intuitiva, sin rumbo claro, con la única compañía y guía de los
puntos rojos marcados en algunas rocas. Relajante y místico, como el eco y el
reflejo de la montaña sobre aquel lago.
De la libertad y paz de momentos como al inicio de Jossenfjord,
insuperable por los efectos embriagadores de la bella a la par que dramática
neblina, por los elegidos e iluminados valles previos a Jorpeland, desde el ferri a través del
fiordo Lysefjorden avistando El Púlpito desde abajo, minúsculo, las casas
imposibles, los valientes saltadores o la roca increíblemente sujeta y
suspendida en el acantilado de Kieraj, o por los parajes al sureste de Lysebotn,
rocosos y repletos de ermitaños lagos, provocadores de sensaciones de
inmensidad únicas, al nerviosismo de avanzar kilómetros y kilómetros sin
encontrar alojamiento y la incomodidad de dormir en el coche en el camping de
Kongeparken o montar una tienda de campaña, gracias a la destreza polaca, con
la única iluminación de las estrellas y el iPhone en el de Tysdal.
Últimas paradas en Egersund para ver su histórica concentración de
casas de madera y desayunar en su estiloso Mocca Kaffebar, en las verdes playas
del Mar del Norte pasados Ogna y Brusand, con gran recibimiento del reino
vacuno y en Sverd i fjell, las tres imponentes espadas vikingas que dan la
bienvenida a Stavanger, una de las ciudades más importantes y turísticas del
país, una capital dividida en dos: un centro alternativo, artístico, fresco, en
cientos de tonalidades y un casco antiguo blanco, empedrado, como un jardín
recién nevado ganador de un concurso. Un restaurante, Thai Cuisine, un
espectacular restaurante tailandés con evidentes influencias locales. La
cerveza local del viaje, Ringnes.
Y una de las pocas cosas que faltaban para cerrar el círculo y
completar un gran viaje para el recuerdo, dormir, como un lirón, en las cabinas
del tren de vuelta a Oslo.
Mi debilidad por las acuarelas naturales me ha hecho abordar el texto
de esta manera, abriendo mis sentidos al máximo, porque, sinceramente, siento
haber vuelto a ser testigo de cosas muy excepcionales y haber rozado el paisaje
perfecto, la niña bonita de la creación, con las yemas de mis afortunados
dedos.
Hasta muy pronto viajeros. Me volveré a dejar guiar por las estrellas
en la próxima entrada.
Thanks Polish ;)
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