1/03/2017

Las delicias de las tres Chinas



Imaginaos por un momento llamar a una puerta, una muy grande, digna de una Ciudad Prohibida o de un importante templo, de un rojo encendido, como recién barnizada, decorada con grandes filas de bolas metálicas de un dorado imperial  y viejos picaportes con forma entre león y dragón milenario; o a una mucho más pequeña, del mismo color o gris mate, de alguna de las tradicionales calles residenciales denominadas hutongs, adornada únicamente con unos farolillos chinos a los lados; y que os abra una cultura totalmente distinta, impactante, invitándoos a cruzar a otra dimensión, donde las entradas a muchos establecimientos se asemejan a las de las cámaras frigoríficas, la gente pasea a sus pájaros, los insectos se degustan en brocheta, se baila en la calle, el turista extranjero se siente mudo sin serlo, obligado a jugar al pictionary continuamente, las negociaciones no cesan, el gargajo y el consecuente lanzamiento de escupitajo es casi deporte nacional, el turismo es ampliamente local, las navidades se consumen como en occidente, los baños son públicos y sólo aptos para estómagos locales o fuertes, los espíritus no van en línea recta y comunismo y consumismo se confunden, devorándose entre ellos.



Dicho esto, las dificultades para comunicarnos y para ingerir comida china más de dos veces seguidas no nos impidieron disfrutar de una importante pero ínfima parte del país. Shanghái, Suzhou, Taiyuán, Pingyao y Pekín completaron una ruta invernal y fuera de temporada, corta pero sin fisuras, la cual dividiré en diferentes itinerarios; un recorrido por las fascinantes delicias de las dinastías Ming y Qing, muchas de ellas declaradas Patrimonio de la Humanidad, como los Jardines de Suzhou, la ciudad antigua de Pingyao, la Ciudad Prohibida, el Templo del Cielo y el Palacio de Verano de Pekín o la Gran Muralla.

36 horas en Shanghái

Llegábamos de noche cerrada a la estación de Dashije, en las cercanías de People Square, uno de los centros neurálgicos de Shanghái y base idónea para recorrer la ciudad. Paseando, como realmente se disfrutan las ciudades, nos dejamos llevar por los neones y mariscos de Shouning Rd y los cotidianos bailes de los locales en el parque Taipingqiao y alucinamos con el modernizado y comercial reducto de idílicos callejones tradicionales que conforma Tianzifang, donde extraviarse hasta perder la orientación y donde entramos en contacto con nuestros primeros dim sum de cerdo (empanadillas con forma de pelota, rellenas y cocidas al vapor) y con la cerveza Tsingtao.

Un día por los imprescindibles de la capital de la China más contemporánea puede empezar por la concurrida zona comercial que rodea a los Jardines de Yuyuan, que mantiene la arquitectura de la ciudad vieja. Las visibles colas en alguno de los famosos restaurantes de dim sum en las inmediaciones del pequeño lago que precede a la entrada a los jardines, del pabellón que flota sobre él y del puente Jiuqu que lo atraviesa en zigzag, para bloquear el paso de los espíritus, nos llamaron la atención. Minutos más tarde, degustábamos un dim sum gigante, con pajita primero y con destreza después.




Los Jardines de Yuyuan, salud y tranquilidad, son el mayor exponente de la belleza que atesoran los laberínticos jardines tradicionales chinos, de esa perfecta conjugación entre naturaleza y las más delicadas artes chinas. La paz más absoluta y siglos de historia y espiritualidad emanan de cada pabellón, roca, estanque, puente serpenteante, estancia, puerta, pasillo, pasadizo, arce rojizo o gingko amarillento.



El camino más corto hacia el río lleva justo al extremo sur del Bund, tal y como llamaron los británicos al malecón del lado oeste del río Huangpu, repleto de vigorosos edificios de marcado estilo clásico que mostraban el poderío comercial de la ciudad a inicios del siglo XX. A pesar de su majestuosidad y lo agradable del paseo por este lado de la ribera en un día soleado, no queda más remedio que girar la cabeza y disfrutar de uno de las más espectaculares siluetas de rascacielos del mundo, coronada por la segunda construcción más alta del planeta a día de hoy, la Torre de Shanghái, un tubo de base ancha que se retuerce de manera mágica hasta su punta, a 632 metros del suelo. Aun así, de noche, cuando las luces y el maquillaje entran en acción, parte del protagonismo se lo roba la Oriental Pearl Tower (468 metros), un baluarte futurista formado por un eje central de cemento que sostiene inmensas esferas plateadas. Entre medias, el Shanghai World Financial Center (494 metros), que se asemeja a un robusto abrebotellas, y la mítica Jin Mao Tower (420 metros), de estilo personal y a la que subí para disfrutar de cómo la intensa niebla dibujaba la ciudad al trasluz (o para no ver nada cómo dirían los menos románticos), completan la figura del distrito financiero de Shanghái. Paseando por las pasarelas peatonales que se elevan sobre las calles en medio de tal orgía de luces y edificios infinitos tuve la sensación de que éstos se abalanzaban sobre mí, sentí como la propia ciudad me engullía. Abrumado, me metí al metro.









A dos paradas al este, en Shanghai Science, exploramos el famoso mercado de falsificaciones, de recomendable visita para los turistas más consumistas, y volvimos al otro lado del río para deleitarnos con el espectáculo lumínico de la comercial calle Ninjang, que se adentra en la ciudad desde el espigón, saborear mi rato de fotografía nocturna y cruzar el puente Waibaidu rumbo al Xindalu China Kitchen, en el hall del hotel Hyatt, donde nos pegamos uno de los dos grandes homenajes culinarios del viaje. El bacalao y el cerdo braseado en forma de pirámide son de otro mundo. Más arriba, el estiloso Vue Bar ofrece unas inigualables vistas desde una perspectiva diferente.


Como complemento, en una mañana más se puede visitar la zona de People Square y People´s Park, un reducto verde de sosiego en la urbe para despejarse en lo que los locales pasean a sus pájaros, hacen taichí o bailan al son de una gran fuente cantarina, el Templo de Jing´an, una preciosa y reluciente joya budista dorada entre edificios de oficinas y centros comerciales, el Templo del Buda de Jade, mucho menos espectacular aunque original, rodeado de altísimas torres de residencias, y volver al área de People Square para saciar el apetito en la calle Huanghe, hogar de alguno de los restaurantes referencia de Shanghái a pie de calle.




4 horas en Suzhou

Desde la impresionante estación de Suzhou, a escasa media hora en tren de la gigantesca estación de trenes de Shanghái, se divisan las murallas de la ciudad de la seda. El autobús número 1, que reconocimos milagrosamente tras la interpretación relativa de las palabras de un agente de seguridad, nos llevó a la entrada del museo de la seda, de reciente creación, situado en frente de una imponente pagoda que domina la parte norte de la ciudad, en una de las dos actividades fallidas del día, junto con el paseo en barca al más puro estilo trajineras de Xochimilco o góndolas venecianas por los canales que surcan el centro de la población. El pacífico y laberíntico Lion Grove Garden y la calle Pingjiang, sacada de un cuento, paralela al canal y repleta de puestos de artesanía, restaurantes y pastelerías, cerraron este corto y recomendable capítulo a las afueras de Shanghái.



12 horas en Taiyuán

Nuestro paso por Taiyuán fue como entrar en una bañera de agua fría a la que van echando agua caliente hasta dejarla a la temperatura idónea. El desayuno del avión de la compañía aérea Juneyao, al que tan difícil es negarse, las largas avenidas rodeadas únicamente por altísimos e inertes complejos de viviendas, entre el desarrollo y lo fantasmagórico, y la falta de entendimiento con los empleados de una cadena hotelera local al llegar al hotel equivocado no nos ponían las cosas fáciles, pero la eficiencia de una trabajadora de nuestro hotel, cuyo nombre se ocultaba bajo un número de ocho o diez dígitos en la solapa de su chaqueta, y un upgrade inesperado cambiaban la tendencia. A bordo de uno de los miles de taxis idénticos que poblan Taiyuán, comenzaba el día de desintoxicación cultural en la China más profunda, en ausencia completa de extranjeros y donde la corta distancia es casi una leyenda.

El gran Buda de Mengshan, de 63 metros de altura, se encuentra esculpido en la piedra de las montañas a unos 45 minutos al suroeste de la ciudad desde el siglo VI, casi mil años antes de que la Ciudad Prohibida se empezase a construir, para hacerse una idea de su valor histórico. Hasta su base se accede tras tomar un pequeño carrito descubierto incluido en la entrada y una corta ascensión andando o en transporte privado. Arriba, el incienso embriaga y la larga falda de flores que desemboca en una plataforma inferior da color a unos alrededores dominados por verdes apagados y marrones grisáceos en esta época del año.


Tras negociar milagrosamente el transporte al Templo de las Pagodas Gemelas, el camino de vuelta a la ciudad nos volvió a mostrar la desolación de viviendas aisladas y fábricas en plena actividad.

La práctica del látigo en plena calle por parte de señores de avanzada edad debe ser algo bastante común en China como forma de ejercitarse. Mi cara de sorpresa mientras observaba a un grupo en la explanada de entrada al templo animó a uno de aquellos agradables hombres a prestarme su instrumento sonoro un rato para probar, aunque, a pesar de sus mudas enseñanzas, no consiguiese producir chasquido alguno.

La vista de la jungla de cemento en el horizonte desde lo alto del templo, de los coloridos detalles de los corredores abiertos y del perfil de ambas pagodas, con 53 metros cada una, al atardecer, fue, sin duda, una de las grandes experiencias del viaje.




Tras trastear el resto de la tarde y confirmar la estación y horarios del autobús que nos llevaría a Pingyao el día después, saciamos nuestro apetito en un muy recomendable restaurante local en Changzhi Road, una de las infinitas e indiferenciables avenidas en las que se situaba nuestro hotel. Tan recomendable como pro Mao Zedong, el mismo que nos observaba desde los cuadros mientras cenábamos, servidos por camareros en uniforme militar.

4 horas en Pingyao

Dos horas de ida desde Taiyuán, dos de vuelta y un tren de tarde a Pekín nuevamente desde Taiyuán sólo nos dejaban unas pocas horas para disfrutar del bellísimo casco antiguo de Pingyao, una de las ciudades medievales amuralladas más famosas de China durante las renombradas dinastías Ming y Qing y parte esencial y origen de la historia financiera de todo el país. La entrada que permite acceder a las murallas, perfectamente conservadas, y a muchos de los lugares más emblemáticos de su interior, supuso mucho más para mí que una simple visita. Un corto recorrido por lo alto de las murallas y las cuatro calles que trazan una cruz casi perfecta sobre el mapa de los intramuros, con sus antiguos bancos, templos, callejuelas, tiendas, hoteles, museos, residencias y templos, son lo más parecido a una máquina del tiempo que nos tele-transportó a un periodo glorioso de la historia de China; un remoto tesoro imperial.









72 horas en Pekín

Haré poesía de un día completo en Pekín, la esencia y el alma de China; caligrafía tradicional; música de erhu o violín chino; en su centro, cuadriculado, aparentemente diminuto sobre el mapa, se intuye una bella emperatriz china tumbada, que mira al frente con el cabello sobre su hombro derecho. Los trazos de su faz se dibujan en los pabellones de la Ciudad Prohibida, perfectamente alineados y simétricos, y se limitan a su foso; su sonrisa se esconde en los riachuelos interiores; su pendiente izquierdo es un diamante visto, de corte inspirado en los laberínticos hutongs de la época; su cuello, custodiado por la guardia imperial, luce una imagen impoluta de Mao; su flequillo, ventoso, acaricia la frente del palacio desde lo alto de la colina del Parque Jingshan, ofreciendo vistas privilegiadas de todo su cuerpo; su esternón viene marcado por la Plaza de Tiananmén, delimitada por el Museo Nacional de China, el Monumento a los Héroes del Pueblo, el Mausoleo de Mao Zedong y el Gran Salón del Pueblo, la Puerta de Zhengyang y la calle comercial Qianmen; y la sangre de su corazón se bombea desde el Templo del Cielo.







Antes de ser emperatriz, hubiera adorado perderse por los hutongs al este de la calle Qianmen, darse un festín de mediodía en el legendario Li Qun Roast Duck de típico pato pekinés asado envuelto en finos crepes con salsa de judía dulce, tiras de cebolla y pepino, y todo regado con suave cerveza Nanjing o Slow Boat, en alguna ocasión más especial. Quizás se acercaría al mercado de la seda a echar un ojo a las imitaciones y a practicar pacientemente el regateo extremo. Para cenar, se perdería por los hutongs al sur de Dongsi o en el callejón principal del mercado nocturno de Wangfujing para degustar los mejores dim sum fritos o alguna especialidad tan bizarra como local.




Saliendo de la metáfora y volviendo a la realidad, el segundo día comenzaba de nuevo desayunando en la pastelería Holiland, contigua a una de las entradas de la parada de metro Dongsi, donde se ubicaba nuestro hotel. El primer destino de esta gran jornada sería la calle Yonghegong, donde a un lado descansa el Templo de Confucio y la Academia Imperial y al otro el Templo de Yonghe (Lama Temple), el monasterio de lamas más importante de China para los Budistas Tibetanos, de telas mucho más coloridas, incienso más presente y, en su pabellón final, una estatua del Buda Maitreya de 26 metros esculpida sobre una única pieza de madera de sagrado sándalo que quita el hipo. 



Poníamos rumbo a la terminal de autobuses dentro de la estación de Dongzhimen con la sección de Mutianyu de la Gran Muralla entre ceja y ceja, la mejor conservada de todas, tras su construcción en el siglo VI y su reconstrucción en el XVI. Tras paradas en Huairou y en el propio centro de visitantes de la muralla, llegábamos dos horas después a los pies de la maravilla, en lo que algún torreón ya asomaba parte de su estructura, tímido.

Decidimos ascender andando la gran escalinata hasta palpar la roca. Ya dentro, casi solos, en una especie de milagro viajero, seguimos subiendo, atravesando torres de vigilancia hasta llegar a un punto donde las vistas de los valles a ambos lados de la fortificación, que se perdía maltrecha en el horizonte, no podían mejorar. Aquí la muestra.




Sin mucha expectativa, deshicimos el camino y descendimos la ladera en trineo por el tobogán oculto entre la maleza, desatado en mi caso, en lo que se convirtió en otra de las grandes y más divertidos recuerdos del viaje.

En el tercer y último día en Pekín, fuimos donde mi emperatriz imaginaria pasaría sus periodos estivales, el Palacio de Verano, un espectacular complejo de lagos, jardines y palacetes dispuesto para la ensoñación y el regocijo, donde el Gran Corredor y la Pagoda del Buda Fragante son claros protagonistas.






Y como si hubiésemos pretendido dejar lo bueno para el final, las paradas de metro de Nanluoguxiang y Sichachai esconden, en mi opinión, los más llamativos hutongs de la ciudad, Mao´er, que inspiró en parte el comienzo de esta entrada, y Yandai, famoso durante la dinastía Qing por la cantidad de tiendas de pipa de fumar que albergaba, en plena zona de Yindinqiao, a orillas del lago, animada y concurrida como pocas.



Hasta aquí China, en lo que seguramente sea un hasta luego.

Y hasta aquí un 2016 viajero en el que he plantado cara al mismísimo Phileas Fogg. Casi una decena de países nuevos por marcar un hito, nada comparado con el número de experiencias de valor incalculable vividas y compartidas. Las puerta de 2017 se abren.







Gracias a todas y todos por acompañarme en esta gran aventura. Hasta Enero viajeros, con mucho más.


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