Imaginaos por un momento llamar a
una puerta, una muy grande, digna de una Ciudad Prohibida o de un importante
templo, de un rojo encendido, como recién barnizada, decorada con grandes filas
de bolas metálicas de un dorado imperial
y viejos picaportes con forma entre león y dragón milenario; o a una
mucho más pequeña, del mismo color o gris mate, de alguna de las tradicionales
calles residenciales denominadas hutongs, adornada únicamente con unos
farolillos chinos a los lados; y que os abra una cultura totalmente distinta,
impactante, invitándoos a cruzar a otra dimensión, donde las entradas a muchos
establecimientos se asemejan a las de las cámaras frigoríficas, la gente pasea
a sus pájaros, los insectos se degustan en brocheta, se baila en la calle, el turista
extranjero se siente mudo sin serlo, obligado a jugar al pictionary
continuamente, las negociaciones no cesan, el gargajo y el consecuente
lanzamiento de escupitajo es casi deporte nacional, el turismo es ampliamente
local, las navidades se consumen como en occidente, los baños son públicos y
sólo aptos para estómagos locales o fuertes, los espíritus no van en línea
recta y comunismo y consumismo se confunden, devorándose entre ellos.
Dicho esto, las dificultades para
comunicarnos y para ingerir comida china más de dos veces seguidas no nos
impidieron disfrutar de una importante pero ínfima parte del país. Shanghái,
Suzhou, Taiyuán, Pingyao y Pekín completaron una ruta invernal y fuera de
temporada, corta pero sin fisuras, la cual dividiré en diferentes itinerarios;
un recorrido por las fascinantes delicias de las dinastías Ming y Qing, muchas
de ellas declaradas Patrimonio de la Humanidad, como los Jardines de Suzhou, la
ciudad antigua de Pingyao, la Ciudad Prohibida, el Templo del Cielo y el Palacio de Verano de Pekín o la Gran Muralla.
36 horas en Shanghái
Llegábamos de noche cerrada a la
estación de Dashije, en las cercanías de People Square, uno de los centros
neurálgicos de Shanghái y base idónea para recorrer la ciudad. Paseando, como
realmente se disfrutan las ciudades, nos dejamos llevar por los neones y
mariscos de Shouning Rd y los cotidianos bailes de los locales en el parque
Taipingqiao y alucinamos con el modernizado y comercial reducto de idílicos
callejones tradicionales que conforma Tianzifang, donde extraviarse hasta
perder la orientación y donde entramos en contacto con nuestros primeros dim
sum de cerdo (empanadillas con forma de pelota, rellenas y cocidas al vapor) y
con la cerveza Tsingtao.
Un día por los imprescindibles de
la capital de la China más contemporánea puede empezar por la concurrida zona
comercial que rodea a los Jardines de Yuyuan, que mantiene la arquitectura de
la ciudad vieja. Las visibles colas en alguno de los famosos restaurantes de
dim sum en las inmediaciones del pequeño lago que precede a la entrada a los
jardines, del pabellón que flota sobre él y del puente Jiuqu que lo atraviesa
en zigzag, para bloquear el paso de los espíritus, nos llamaron la atención.
Minutos más tarde, degustábamos un dim sum gigante, con pajita primero y con
destreza después.
Los Jardines de Yuyuan, salud y
tranquilidad, son el mayor exponente de la belleza que atesoran los
laberínticos jardines tradicionales chinos, de esa perfecta conjugación entre
naturaleza y las más delicadas artes chinas. La paz más absoluta y siglos de
historia y espiritualidad emanan de cada pabellón, roca, estanque, puente
serpenteante, estancia, puerta, pasillo, pasadizo, arce rojizo o gingko
amarillento.
El camino más corto hacia el río
lleva justo al extremo sur del Bund, tal y como llamaron los británicos al
malecón del lado oeste del río Huangpu, repleto de vigorosos edificios de
marcado estilo clásico que mostraban el poderío comercial de la ciudad a
inicios del siglo XX. A pesar de su majestuosidad y lo agradable del paseo por
este lado de la ribera en un día soleado, no queda más remedio que girar la
cabeza y disfrutar de uno de las más espectaculares siluetas de rascacielos del
mundo, coronada por la segunda construcción más alta del planeta a día de hoy,
la Torre de Shanghái, un tubo de base ancha que se retuerce de manera mágica
hasta su punta, a 632 metros del suelo. Aun así, de noche, cuando las luces y
el maquillaje entran en acción, parte del protagonismo se lo roba la Oriental
Pearl Tower (468 metros), un baluarte futurista formado por un eje central de
cemento que sostiene inmensas esferas plateadas. Entre medias, el Shanghai
World Financial Center (494 metros), que se asemeja a un robusto abrebotellas,
y la mítica Jin Mao Tower (420 metros), de estilo personal y a la que subí para
disfrutar de cómo la intensa niebla dibujaba la ciudad al trasluz (o para no
ver nada cómo dirían los menos románticos), completan la figura del distrito
financiero de Shanghái. Paseando por las pasarelas peatonales que se elevan
sobre las calles en medio de tal orgía de luces y edificios infinitos tuve la
sensación de que éstos se abalanzaban sobre mí, sentí como la propia ciudad me
engullía. Abrumado, me metí al metro.
A dos paradas al este, en
Shanghai Science, exploramos el famoso mercado de falsificaciones, de
recomendable visita para los turistas más consumistas, y volvimos al otro lado
del río para deleitarnos con el espectáculo lumínico de la comercial calle
Ninjang, que se adentra en la ciudad desde el espigón, saborear mi rato de
fotografía nocturna y cruzar el puente Waibaidu rumbo al Xindalu China Kitchen,
en el hall del hotel Hyatt, donde nos pegamos uno de los dos grandes homenajes
culinarios del viaje. El bacalao y el cerdo braseado en forma de pirámide son
de otro mundo. Más arriba, el estiloso Vue Bar ofrece unas inigualables vistas
desde una perspectiva diferente.
Como complemento, en una mañana
más se puede visitar la zona de People Square y People´s Park, un reducto verde
de sosiego en la urbe para despejarse en lo que los locales pasean a sus
pájaros, hacen taichí o bailan al son de una gran fuente cantarina, el Templo
de Jing´an, una preciosa y reluciente joya budista dorada entre edificios de
oficinas y centros comerciales, el Templo del Buda de Jade, mucho menos
espectacular aunque original, rodeado de altísimas torres de residencias, y
volver al área de People Square para saciar el apetito en la calle Huanghe,
hogar de alguno de los restaurantes referencia de Shanghái a pie de calle.
4 horas en Suzhou
Desde la impresionante estación
de Suzhou, a escasa media hora en tren de la gigantesca estación de trenes de
Shanghái, se divisan las murallas de la ciudad de la seda. El autobús número 1,
que reconocimos milagrosamente tras la interpretación relativa de las palabras
de un agente de seguridad, nos llevó a la entrada del museo de la seda, de
reciente creación, situado en frente de una imponente pagoda que domina la
parte norte de la ciudad, en una de las dos actividades fallidas del día, junto
con el paseo en barca al más puro estilo trajineras de Xochimilco o góndolas
venecianas por los canales que surcan el centro de la población. El pacífico y
laberíntico Lion Grove Garden y la calle Pingjiang, sacada de un cuento,
paralela al canal y repleta de puestos de artesanía, restaurantes y
pastelerías, cerraron este corto y recomendable capítulo a las afueras de
Shanghái.
12 horas en Taiyuán
Nuestro paso por Taiyuán fue como
entrar en una bañera de agua fría a la que van echando agua caliente hasta dejarla
a la temperatura idónea. El desayuno del avión de la compañía aérea Juneyao, al
que tan difícil es negarse, las largas avenidas rodeadas únicamente por
altísimos e inertes complejos de viviendas, entre el desarrollo y lo
fantasmagórico, y la falta de entendimiento con los empleados de una cadena
hotelera local al llegar al hotel equivocado no nos ponían las cosas fáciles,
pero la eficiencia de una trabajadora de nuestro hotel, cuyo nombre se ocultaba
bajo un número de ocho o diez dígitos en la solapa de su chaqueta, y un upgrade
inesperado cambiaban la tendencia. A bordo de uno de los miles de taxis
idénticos que poblan Taiyuán, comenzaba el día de desintoxicación cultural en
la China más profunda, en ausencia completa de extranjeros y donde la corta
distancia es casi una leyenda.
El gran Buda de Mengshan, de 63
metros de altura, se encuentra esculpido en la piedra de las montañas a unos 45
minutos al suroeste de la ciudad desde el siglo VI, casi mil años antes de que
la Ciudad Prohibida se empezase a construir, para hacerse una idea de su valor
histórico. Hasta su base se accede tras tomar un pequeño carrito descubierto
incluido en la entrada y una corta ascensión andando o en transporte privado.
Arriba, el incienso embriaga y la larga falda de flores que desemboca en una
plataforma inferior da color a unos alrededores dominados por verdes apagados y
marrones grisáceos en esta época del año.
Tras negociar milagrosamente el
transporte al Templo de las Pagodas Gemelas, el camino de vuelta a la ciudad nos
volvió a mostrar la desolación de viviendas aisladas y fábricas en plena
actividad.
La práctica del látigo en plena
calle por parte de señores de avanzada edad debe ser algo bastante común en
China como forma de ejercitarse. Mi cara de sorpresa mientras observaba a un
grupo en la explanada de entrada al templo animó a uno de aquellos agradables
hombres a prestarme su instrumento sonoro un rato para probar, aunque, a pesar
de sus mudas enseñanzas, no consiguiese producir chasquido alguno.
La vista de la jungla de cemento
en el horizonte desde lo alto del templo, de los coloridos detalles de los
corredores abiertos y del perfil de ambas pagodas, con 53 metros cada una, al
atardecer, fue, sin duda, una de las grandes experiencias del viaje.
Tras trastear el resto de la
tarde y confirmar la estación y horarios del autobús que nos llevaría a Pingyao
el día después, saciamos nuestro apetito en un muy recomendable restaurante
local en Changzhi Road, una de las infinitas e indiferenciables avenidas en las
que se situaba nuestro hotel. Tan recomendable como pro Mao Zedong, el mismo
que nos observaba desde los cuadros mientras cenábamos, servidos por camareros
en uniforme militar.
4 horas en Pingyao
Dos horas de ida desde Taiyuán,
dos de vuelta y un tren de tarde a Pekín nuevamente desde Taiyuán sólo nos
dejaban unas pocas horas para disfrutar del bellísimo casco antiguo de Pingyao,
una de las ciudades medievales amuralladas más famosas de China durante las
renombradas dinastías Ming y Qing y parte esencial y origen de la historia
financiera de todo el país. La entrada que permite acceder a las murallas,
perfectamente conservadas, y a muchos de los lugares más emblemáticos de su
interior, supuso mucho más para mí que una simple visita. Un corto recorrido
por lo alto de las murallas y las cuatro calles que trazan una cruz casi
perfecta sobre el mapa de los intramuros, con sus antiguos bancos, templos,
callejuelas, tiendas, hoteles, museos, residencias y templos, son lo más
parecido a una máquina del tiempo que nos tele-transportó a un periodo glorioso
de la historia de China; un remoto tesoro imperial.
72 horas en Pekín
Haré poesía de un día completo en
Pekín, la esencia y el alma de China; caligrafía tradicional; música de erhu o
violín chino; en su centro, cuadriculado, aparentemente diminuto sobre el mapa,
se intuye una bella emperatriz china tumbada, que mira al frente con el cabello
sobre su hombro derecho. Los trazos de su faz se dibujan en los pabellones de
la Ciudad Prohibida, perfectamente alineados y simétricos, y se limitan a su
foso; su sonrisa se esconde en los riachuelos interiores; su pendiente
izquierdo es un diamante visto, de corte inspirado en los laberínticos hutongs
de la época; su cuello, custodiado por la guardia imperial, luce una imagen
impoluta de Mao; su flequillo, ventoso, acaricia la frente del palacio desde lo
alto de la colina del Parque Jingshan, ofreciendo vistas privilegiadas de todo
su cuerpo; su esternón viene marcado por la Plaza de Tiananmén, delimitada por
el Museo Nacional de China, el Monumento a los Héroes del Pueblo, el Mausoleo
de Mao Zedong y el Gran Salón del Pueblo, la Puerta de Zhengyang y la calle
comercial Qianmen; y la sangre de su corazón se bombea desde el Templo del
Cielo.
Antes de ser emperatriz, hubiera
adorado perderse por los hutongs al este de la calle Qianmen, darse un festín
de mediodía en el legendario Li Qun Roast Duck de típico pato pekinés asado
envuelto en finos crepes con salsa de judía dulce, tiras de cebolla y pepino, y
todo regado con suave cerveza Nanjing o Slow Boat, en alguna ocasión más
especial. Quizás se acercaría al mercado de la seda a echar un ojo a las
imitaciones y a practicar pacientemente el regateo extremo. Para cenar, se
perdería por los hutongs al sur de Dongsi o en el callejón principal del mercado nocturno de Wangfujing para degustar
los mejores dim sum fritos o alguna especialidad tan bizarra como local.
Saliendo de la metáfora y
volviendo a la realidad, el segundo día comenzaba de nuevo desayunando en la
pastelería Holiland, contigua a una de las entradas de la parada de metro
Dongsi, donde se ubicaba nuestro hotel. El primer destino de esta gran jornada
sería la calle Yonghegong, donde a un lado descansa el Templo de Confucio y la
Academia Imperial y al otro el Templo de Yonghe (Lama Temple), el monasterio de
lamas más importante de China para los Budistas Tibetanos, de telas mucho más
coloridas, incienso más presente y, en su pabellón final, una estatua del Buda
Maitreya de 26 metros esculpida sobre una única pieza de madera de sagrado
sándalo que quita el hipo.
Poníamos rumbo a la terminal de
autobuses dentro de la estación de Dongzhimen con la sección de Mutianyu de la
Gran Muralla entre ceja y ceja, la mejor conservada de todas, tras su
construcción en el siglo VI y su reconstrucción en el XVI. Tras paradas en Huairou
y en el propio centro de visitantes de la muralla, llegábamos dos horas después
a los pies de la maravilla, en lo que algún torreón ya asomaba parte de su
estructura, tímido.
Decidimos ascender andando la
gran escalinata hasta palpar la roca. Ya dentro, casi solos, en una especie de
milagro viajero, seguimos subiendo, atravesando torres de vigilancia hasta
llegar a un punto donde las vistas de los valles a ambos lados de la
fortificación, que se perdía maltrecha en el horizonte, no podían mejorar. Aquí
la muestra.
Sin mucha expectativa, deshicimos
el camino y descendimos la ladera en trineo por el tobogán oculto entre la
maleza, desatado en mi caso, en lo que se convirtió en otra de las grandes y
más divertidos recuerdos del viaje.
En el tercer y último día en
Pekín, fuimos donde mi emperatriz imaginaria pasaría sus periodos estivales, el
Palacio de Verano, un espectacular complejo de lagos, jardines y palacetes
dispuesto para la ensoñación y el regocijo, donde el Gran Corredor y la Pagoda
del Buda Fragante son claros protagonistas.
Y como si hubiésemos pretendido
dejar lo bueno para el final, las paradas de metro de Nanluoguxiang y Sichachai
esconden, en mi opinión, los más llamativos hutongs de la ciudad, Mao´er, que
inspiró en parte el comienzo de esta entrada, y Yandai, famoso durante la
dinastía Qing por la cantidad de tiendas de pipa de fumar que albergaba, en
plena zona de Yindinqiao, a orillas del lago, animada y concurrida como pocas.
Hasta aquí China, en lo que
seguramente sea un hasta luego.
Y hasta aquí un 2016 viajero en
el que he plantado cara al mismísimo Phileas Fogg. Casi una decena de países
nuevos por marcar un hito, nada comparado con el número de experiencias de
valor incalculable vividas y compartidas. Las puerta de 2017 se abren.
Gracias a todas y todos por acompañarme en esta gran aventura. Hasta Enero viajeros, con mucho más.
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