Las entradas de esta bitácora se
centran en lugares o países nuevos. Pero hay veces que una excursión de una
mañana en soledad puede llenar la mochila de sensaciones casi como una
expedición al lejano Oriente, y por ende, una entrada.
Los parajes del interior de
Málaga, nuestra inexplorada Toscana, donde las maltrechas carreteras serpentean
los amarillos valles, los cortijos posan orgullosos y el campo se tiñe de verde
al paso del río y sus afluentes, son un oasis que se esconde más allá de las
montañas y las playas.
Tras un par de horas desde
Marbella, la cordillera rocosa del Torcal aparece majestuosa, partiendo los
campos en dos. La niebla comenzaba a difuminar el camino ascendente,
convirtiendo la experiencia en algo más místico y sensorial. Arriba, desde el
centro de visitantes, la sencilla ruta circular me permitió adentrarme en el
mágico mundo Kárstico, en una especie de ciudad encantada o país de las
maravillas de estrechos caminos, rocas con formas imposibles, torres de piedras
erosionadas de forma increíble, transformadas en columnas de discos perfectamente
definidos, y frondosos cañones en miniatura.
La neblina no me permitía ver el
horizonte pero si apreciar los detalles, focalizar mi atención en lo que estaba
cerca, afinar la vista. Sin ella, todo habría sido diferente.
Ya al final del recorrido, y tras un corto desvío,
para mi pausado deleite y como muestra de que la zona se encontraba sumergida
en el periodo jurásico, el gran fósil hizo su aparición. Una caracola en
espiral con la que conecté rápidamente y con la que compartí confidencias, un
inolvidable rato a mi manera, en silencio, a más de mil metros de altura,
observando a mi izquierda y derecha lo que un día fue mar y hoy es maravilloso,
como la naturaleza en si misma.
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