En la vida hay trenes que pasan, que tienes que coger, oportunidades que se presentan, que tienes que aprovechar, y viajes que se plantean, que surgen casi de repente, y que no puedes dejar escapar.
Cinco estados, un quinteto de Parques Nacionales, una locura en mente, dos grandes amigos separados por el Atlántico, la combinación de vuelos más económica desde Miami. Un nuevo billete de ida a Denver; la vuelta, once días después, de punta a punta, desde Seattle. Un duro trabajo de planificación, para mi disfrute. ¿Qué ver en el tiempo disponible?, ¿qué ruta seguir?, ¿dónde pernoctar?, ¿qué reservar?, ¿qué no? Una labor en la que me desenvuelvo como pez en el agua, quizás porque uno se define por cómo viaja; yo vivo como viajo; planeo, planeo, siempre con algún plan B en mente, pero dejo que la incertidumbre juegue su papel vital y justo. Salirse de la pista nos hace más valientes. Pisar fuera de la zona de confort incomoda, pero nos hace aprender, apreciar cada detalle, valorar el conjunto.
Once noches sin hoteles, simples referencias, un coche, un plan inicial:Denver, CO - Boulder, CO - Estes Park, CO - Rocky Mountain National Park, CO - Laramie, WY - Rock Springs, WY - Jackson, WY - Grand Teton National Park, WY - Yellowstone National Park, WY - Livingston, MT - Helena, MT - Great Falls, MT - Cut Bank, MT - Glacier National Park, MT - Spokane, WA - Leavenworth, WA - Seattle, WA - Shelton, WA
Once días después, la ruta definitiva, mismo inicio, la sucesión de hitos completados, algo de improvisación, ningún reproche, paisajes desoladores y de ensueño, mismo final, el gran colofón:
Denver, CO - Boulder, CO - Lyons, CO - Estes Park, CO - Rocky Mountain National Park, CO - Rawlins, WY - Rock Springs, WY - Pinedale, WY - Jackson, WY - Grand Teton National Park, WY - Yellowstone National Park, WY - Butte, MT - Missoula, MT - Coeur d´Alene, ID - Spokane, WA - Leavenworth, WA - Seattle, WA - Tacoma, WA - Mount Rainier National Park, WA - Aberdeen, WA - Olympia, WA - Shelton, WA
La primera noche en un motel 6 al norte de Denver, la primera habitación ocupada, el niño picando a la ventana a altas horas de la madrugada, detalles que hacían ya presagiar un intenso viaje, con los cinematográficos moteles americanos de carretera como actores de reparto dentro de una historia que se mostraría de amor-odio más adelante.
El primer contacto con los diners norteamericanos en el familiar McCoys. Sus deliciosos sandwiches con puré de patata para cenar y sus desayunos a base de huevos revueltos, salchichas y hashbrowns sentaron los perfectos pilares de una larga mañana por las calles de Denver, disfrutando de nuevo de su carácter alternativo y liberal, de unos sensuales nachos tardíos de manos de la deliciosa Erin, o viceversa, en el siempre agradable, explícito y sexy Twin Peaks, una corta estancia en Boulder por los jóvenes alrededores de Pearl St. Mall y de una parada técnica de avituallamiento en el diminuto, hippie y orgánico Lyons, para acabar durmiendo en el camping del mítico oso Yogi, en la ladera de una pequeña montaña justo a las afueras de Estes Park, el pueblo más cercano a la entrada principal del Parque Nacional de las Montañas Rocosas. Grandes vistas del atardecer, el olor a leña quemada, el dulce ruido lejano del chasquido de las ascuas, fugitivas, el murmullo de las pacíficas reuniones familiares a la luz del fuego, la noche cerrada, superpoblada de estrellas, la fogata fallida, un coche, dos asientos reclinables, dos sacos de dormir, una noche casi en vela. Tremenda paz. Puro aprendizaje.
Estes Park, pueblo idílico a pie de cordillera, coronado por el más paranormal y resplandoroso de los hoteles, el Stanley Hotel, inspirador incluso para el gran Kubrick, antesala perfecta de un grandioso parque. Preludio de lo que nuestro planeta es capaz de brindar cuando combina sus dos principales elementos, agua y tierra, de forma frondosa, armoniosa, cuidada, reflectante, simbiótica.
Entrando al parque por Beaver Meadows de buena mañana, ya la panorámica de infinita estepa amarilla verdosa, poblada arboleda y desafiante cordillera grisácea desde el centro de visitantes de Moraine Park deja sin habla, pero nada comparable a lo que acontece cuando, tras seguir la carretera hasta su extremo más sur, aparcas, te equipas con las mejores galas montañeras y cruzas el arco que da paso a la zona del Bear Lake. A partir de ahí, entras en un nuevo concepto de belleza paisajística inimaginable. Lagos que crean reflejos casi virtuales. Espejos naturales. Efectos montaña - lago - montaña imposibles. Conversaciones calmadas entre las rocas y el agua. Reciprocidad absoluta. Pero también paisajes sin fin desde lo alto, casi a tiro de piedra, sobrevolando los lagos vistos pocas horas antes, ya empequeñecidos. Incomprensible. Desde Bear Lake, pasando por Nymph, Dream, Emerald, Haiyaha, hasta el supremo The Loch, ya por encima de los 3.000 metros, con sus dos glaciares vigilantes, posando para la fotografía perfecta, un momento impagable, y vuelta al parking de la mano del cauce de Glacier Creek. Un pseudorondo de más de 20 kilómetros, un escarpado y duro esfuerzo más que recompensado. El atónito sentimiento de haber pisado el edén de muchos.
Bear Lake |
The Loch |
Vuelta al coche para realizar la ruta a cuatro ruedas por Old Fall River Road, un serpenteante camino de gravilla de casi 18 kilómetros en una única dirección, sólo abierto al público en los meses de verano. Imágenes de postal a través de un nuevo valle hasta los 3.600 metros del centro de visitantes Alpine. Regreso por la también famosa Trail Ridge Road, ya asfaltada, hasta Deer Ridge Junction, y salida por la parte norte del parque. Casi doce horas por lo que, con el paso de los días, se acabaría convirtiendo en uno de los más destacados puntos del viaje.
A pesar de su vasto tamaño, uno de los mayores contrastes de Estados Unidos es el de sus paisajes. En cuestión de minutos, se puede pasar de la montaña más abrupta y descomunal a desiertos repletos de formaciones de piedra rojiza o apagadas explanadas cuyo final el ojo no atiende a vislumbrar.
Como buenos spanish bullfighters, o toreros españoles, lidiamos con las largas y aburridas carreteras de la América profunda. Tras una casi parada en Cheyenne, sólo evitada por un concierto de música country hasta la bandera, tratamos de clavar la espada en Laramie. La primera estocada resultó fallida debido a un evento internacional de rodeo. Hoteles llenos desde hacía meses. Cosas del directo. Torear a la incertidumbre es un arte, como el propio toreo. Capote al hombro, espada en mano, con los ojos y los párpados pesados, nos dirigimos a Rawlins. Sólo quedaba una pequeña nueva sorpresa, ya familiar, habitación ocupada. En contra de lo que se pueda pensar, ahí comenzó una relación con la cadena hotelera Quality Inn que, a posteriori, se convertiría en idílica.
Tras un día por las carreteras de Wyoming, acompañados por el inconfundible y monótono horizonte de las zonas poco pobladas de los Estados Unidos, llegamos a Jackson, la más que arreglada y blanqueada boca del Parque Nacional del Gran Tetón. Por el camino, sólo dos paradas, Rock Springs, un fantasmagórico y triste pueblo digno de una película de zombies o de Quentin Tarantino, de restaurantes cerrados y tienda de armas abierta, y Pinedale, hogar de esqueletos animales y de Fremont Lake, uno de los lagos más profundos y solitarios del país.
Jackson, el Aspen de Wyoming, galerías de arte, restaurantes y joyerías, hoteles de varios cientos de dólares la noche, neones y cowboys. Una noche más de camping, esta vez en el de Gros Ventre, ya dentro del parque, bajo el manto de astros luminosos y la seria amenaza de osos, acrecentada en nuestra mente por las advertencias de los lugareños de la zona.
Los Tetones, mágico por fuera, maravilloso por dentro. Un lugar de reflexión al amanecer, una historia, la capilla de la transfiguración, un sentimiento místico muy similar al que explica sus orígenes en un pequeño cartel acristalado en el arco de entrada al pasillo de alrededor de quince metros que precede a la puerta del templo, provocado por la irrupción repentina y masiva en la retina del esplendor y la perfección divina hecha paisaje.
"...during a time of prayer and meditation in the mountains, Jesus appeared to His disciples 'transfigured'. They saw Him no longer as a simple man, but in an intense light they perceived a glory beyond His ordinary appearance"
"...Like the disciples on the mount 2.000 years ago, we would like to stay here. We cannot - we must return to our lives - but, like those disciples, please take away with you the vision of the power and beauty of God´s presence in the world"
Después de este tipo de momentos, pienso, me reafirmo en la idea de que puedes creer lo que quieras, pero hay que creer en algo. Simple.
Una larga caminata rodeando Jenny Lake, rebosante de diversidad.
Una imagen grandiosa desde Signal Mountain.
Una última noche de coche y saco bajo el iluminado cielo negro de Wyoming en el Headwaters Lodge & Cabins at Flagg Ranch, con la técnica del fuego rápido con ayuda de químicos desarrollada y a salvo del "Grizzly".
El Parque Nacional de Yellowstone, la gran caldera en permanente ebullición, el más extenso, antiguo y masificado del país. Diferente, original, azufrado, nauseabundo en ocasiones por el olor a huevo podrido de los vapores que emanan de los ardientes agujeros por los que es reconocido mundialmente. Caminos de madera mimetizados con la superficie conducen al visitante a través de una sucesión enorme de los famosos geysers, huecos en el suelo blanquecino aparentemente sin fondo, tal y como si partiesen del mismo núcleo terrestre, o grandes estufas de piedra y silicio cristalizado de insólitas formas, dónde fenómenos geológicos hacen de las suyas para crear asombrosas combinaciones cromáticas de naranja, amarillo, verde, azul y turquesa o directamente para proyectar agua a presión a las alturas durante minutos. Difícil de comprender, una de las maravillas más bizarras que la superficie terrestre puede ofrecer.
Los geysers más populares y continuamente activos, con inmensas columnas de agua despedida en cada una de sus actuaciones en solitario, son Old Faithful, Castle, Sawmill, Grand y Riverside.
Las piscinas burbujeantes más coloridas, pintadas a mano por la madre naturaleza, son, siguiendo el orden de las instantáneas de más abajo, Solitary Geyser, Crested Pool, Beauty Pool, la descomunal Grand Prismatic Spring y el objetivo de toda visita, la más absorbente, cautivadora y adictiva, Morning Glory Pool, el gran hoyo enigmático de valor geológico incalculable.
Café y wifi con vistas, ya en Montana, justo en la salida norte del parque, noche en Butte, Quality Inn, de nuevo, nuestro salvador.
El espíritu joven, alternativo, y el olor a costa oeste volvieron ya en Missoula, casa de la Universidad de Montana, y se confirmó en Coeur d´Alene, la inesperada joya de Idaho, en nuestro fugaz paso por el estado, con un lago entre pequeños y habitados montes, muy a la altura del glamuroso Lago Como de Italia. Calas al más puro estilo menorquino pero de agua dulce, deportes acuáticos, música en vivo, tiendas, mucho color, flores, frescura, aires de veraneo, un nuevo atardecer, un bálsamo relajante, purificante y al detalle tras más de cincuenta kilómetros andados en los días previos de excursión.
Un lugar de peregrinación para los carnívoros amantes de las hamburguesas clásicas, Hudson´s Hamburgers, fundada en 1907, y con poco cambio desde entonces. Pan, carne, queso, cebolla, pepinillos y salsa casera. Genuino.
Ya en Washington por el resto del viaje, hicimos noche en Spokane, el gran contraste del día, la sorpresa negativa de la jornada, peligroso, industrialmente desmejorado, la viva imagen de la decadencia y abandono de ciertas ciudades pequeña a lo largo y ancho del país.
Parada planificada en Munchen Haus, el restaurante de salchichas, cervezas y pretzels más conocido de Leavenworth, una viva y temática muestra de la Bavaria más alemana en medio de Washington, antes de llegar a Seattle, una de las grandes ciudades con solera de Estados Unidos, histórica, recorrible a pie, muy al estilo de San Francisco, de cuestas imposibles, moderna, alternativa, cosmopolita, extremadamente hipster pero manteniendo el estilo clásico, parte de su pasado, con sus calles empedradas y sus tours por las alcantarillas de los barrios más viejos de la ciudad. Cafés por doquier, una bahía de incuestionable importancia logística, a juzgar por el tamaño de su puerto, infinidad de embarcaderos, a falta casi de playas, que ofrecen la oportunidad de trasladarse a las numerosas islas o zonas costeras que rodean la gran urbe o de catar un delicioso fish and chips con la mejor panorámica de Seattle en Marination Ma Kai, en el área de Alki, al oeste de Seattle.
Pike Place Market, la perla de su centro, un bullicioso mercado, baúl de todo lo inimaginable y hogar de la primera cafetería Starbucks, uno de los principales atractivos para el turista. Comida gourmet, dulces, artículos de decoración o prendas de vestir conviven con las todavía intactas lonjas de pescado y los carteles vintage, dando al lugar el auténtico sabor retro de antaño.
Visita imprescindible, sin lugar a duda, al, en su día, visionario, aún a día de hoy transgresor, Space Needle. Una innovadora torre mirador, vistas 360º de día, tarde y noche a 150 metros de altura, insignia del desarrollo de una ciudad siempre puntera.
Más abajo, una exposición única del internacionalmente reconocido artista Chihuly, un verdadero genio en la técnica del soplado del vidrio y claro ejemplo inspirador. Un muestra inmejorable de las posibilidades cromáticas, físicas y artísticas del cristal, llevadas al límite de la imaginación. Cómo pulmones, fuego, las herramientas más básicas, un gran equipo y creatividad desbordada pueden crear efectos magistrales e inverosímiles en este material en combinación con la luz adecuada.
Tras día y medio en Seattle, tomamos dirección sur hacia Tacoma para visitar el Parque Nacional del Monte Rainier. Víctimas de la cambiante meteorología del estado de Washington, sólo la niebla y un tiempo catastrófico, apocalíptico, nos separaron de uno de los paisajes más impactantes de los Estados Unidos. La siguiente fotografía lo resume todo.
Aún así, el afán de cruzar la capa de nubes y atravesar la inoportuna neblina con el deseo de avistar el sol nos hizo llegar hasta Panorama Point, a más de 2.000 metros sobre el nivel del mar, uno de los puntos que, en otras circunstancias, nos habría dejado sin aliento.
Penúltimo día de viaje, perdido, de angustiosa espera, pidiendo a gritos pero en silencio una imposible retirada de las nubes que cubrían el cielo de Shelton. Cabizbajos pero con una previsión inmejorable del tiempo para el día siguiente, sólo unas horas nos separaban del gran colofón al viaje, lo que empezó como una aventura jocosa hace meses, se convirtió en reserva parcialmente no reembolsable y se aproximó veloz como una víctima más del cada vez más veloz paso del tiempo.
Último día, hablo en primera persona por lo personal de las palabras. Cielo incomprensiblemente azul, psicológicamente preparado por partida doble, miedos y nervios vencidos, aplastados por las ganas de enfrentarme al vacío, a una de las mayores y más impactantes experiencias a vivir por el ser humano sin preparación previa. Necesidad, ninguna, motivaciones, todas. Diferenciarse, experimentar, vivir, vencer la batalla del miedo a lo desconocido, sentirse libre, volar, como un pájaro, contarlo. Porque, hay que reconocerlo, no es para tanto, pero es mucho, una sensación única. No lo considero valentía o un motivo de bravuconería, pero si un gran objetivo cumplido, listo para ser archivado en el tan importante currículum vital y agrandado por el momento y el paraje.
Daré unas pinceladas de lo que sentí en los quince minutos que duró todo el proceso de ascenso, caída libre de cuarenta segundos y lento descenso en paracaídas. Un despegue rápido, una avioneta diáfana con cabida para unas doce personas, una subida hasta los 3.200 metros, tranquila, conversaciones distendidas, paisajes únicos al otro lado de las ventanillas del angosto y concurrido espacio, océano pacífico, canales serpenteantes, mucho verde, cordilleras nevadas, situado a espaldas de del piloto, unido a John, mi paracaidista, sin nervios, carente de cualquier sentimiento de miedo o intimidación por lo que iba a acontecer.
Alrededor de los 3.200 metros se abre la puerta vertical corredera; los profesionales comienzan a saltar, disparados, propulsados, como por arte de magia, de forma inmediata, hacia la parte trasera del avión, dispuestos a realizar sus formas grupales imposibles o piruetas en el aire.
Llega mi momento, me deslizo por el piso del avión, me sitúo al borde del abismo, con la cabeza apoyada en el hombro derecho de John, ya inconsciente, embriagado por la situación, se acaba, comienza la experiencia con el vacío, corta pero intensa. Totalmente desatado, esperando darme de bruces con una vorágine de ruido, viento impactando en mi cara deformada, inestabilidad, velocidad desmedida y descontrol, y tras dos segundos de desconcierto boca arriba, volteado de cara al avión, me encuentro cayendo a doscientos kilómetros por hora, estable, sorprendido. El raciocinio sobre el tiempo, la velocidad y el espacio queda anulado. Cuerpos a mi alrededor cayendo a la vez desmontan mis teorías más teóricas. Siento todo y nada a la vez. El silencio y la emoción me atrapan. Soy libre. Estoy vivo, más que nunca, tranquilo, aunque mi vida todavía dependa de la apertura de un trozo de tela color chillón. El tiempo pasa suficientemente despacio para enamorarme al instante de la sensación pero demasiado rápido, tanto como para quedarme con ganas de una vez más, de corroborar si lo vivido es real o sólo parte de una ilusión pasajera, de un sueño de cuarenta segundos, los más emocionantes de mi vida.
Un tirón de hombros me devuelve a la vida y me saca ipso facto del estado de enajenación transitoria en el que estoy inmerso. El paracaídas me mece, suave. Objetivamente, el control vuelve a las manos. El aire fluye ya, lento, a través de la tela, creando un cómodo ruido a modo de brisa. Regreso a la realidad de los vivos, acercándome poco a poco, inevitablemente, a tierra, a donde pertenecemos.
El después, un advertido y enorme vacío, esta vez en mi mente, satisfacción y relajación extremas. Porque correr riesgos no es necesario u obligatorio, pero tomarlos forma parte de la vida y de vivir. Medio minuto que cambia la vida. Lo que se tarda en leer estos dos últimos párrafos.
Un viaje inolvidable de casi 4.000 kms recorridos en coche, muy improbable en otras circunstancias, lo que lo hace más especial. Parajes únicos en mi retina que me hacen más conocedor, más afortunado, que inspiran e incrementan mis dotes fotográficas. Los cuarenta segundos más asombrosos e increíbles de mi corta existencia grabados a fuego en mi cerebro.
Hasta el próximo viaje en unas semanas a mi soñado Perú de los libros.
¡Saludos viajeros!
Aún así, el afán de cruzar la capa de nubes y atravesar la inoportuna neblina con el deseo de avistar el sol nos hizo llegar hasta Panorama Point, a más de 2.000 metros sobre el nivel del mar, uno de los puntos que, en otras circunstancias, nos habría dejado sin aliento.
Penúltimo día de viaje, perdido, de angustiosa espera, pidiendo a gritos pero en silencio una imposible retirada de las nubes que cubrían el cielo de Shelton. Cabizbajos pero con una previsión inmejorable del tiempo para el día siguiente, sólo unas horas nos separaban del gran colofón al viaje, lo que empezó como una aventura jocosa hace meses, se convirtió en reserva parcialmente no reembolsable y se aproximó veloz como una víctima más del cada vez más veloz paso del tiempo.
Último día, hablo en primera persona por lo personal de las palabras. Cielo incomprensiblemente azul, psicológicamente preparado por partida doble, miedos y nervios vencidos, aplastados por las ganas de enfrentarme al vacío, a una de las mayores y más impactantes experiencias a vivir por el ser humano sin preparación previa. Necesidad, ninguna, motivaciones, todas. Diferenciarse, experimentar, vivir, vencer la batalla del miedo a lo desconocido, sentirse libre, volar, como un pájaro, contarlo. Porque, hay que reconocerlo, no es para tanto, pero es mucho, una sensación única. No lo considero valentía o un motivo de bravuconería, pero si un gran objetivo cumplido, listo para ser archivado en el tan importante currículum vital y agrandado por el momento y el paraje.
Daré unas pinceladas de lo que sentí en los quince minutos que duró todo el proceso de ascenso, caída libre de cuarenta segundos y lento descenso en paracaídas. Un despegue rápido, una avioneta diáfana con cabida para unas doce personas, una subida hasta los 3.200 metros, tranquila, conversaciones distendidas, paisajes únicos al otro lado de las ventanillas del angosto y concurrido espacio, océano pacífico, canales serpenteantes, mucho verde, cordilleras nevadas, situado a espaldas de del piloto, unido a John, mi paracaidista, sin nervios, carente de cualquier sentimiento de miedo o intimidación por lo que iba a acontecer.
Alrededor de los 3.200 metros se abre la puerta vertical corredera; los profesionales comienzan a saltar, disparados, propulsados, como por arte de magia, de forma inmediata, hacia la parte trasera del avión, dispuestos a realizar sus formas grupales imposibles o piruetas en el aire.
Llega mi momento, me deslizo por el piso del avión, me sitúo al borde del abismo, con la cabeza apoyada en el hombro derecho de John, ya inconsciente, embriagado por la situación, se acaba, comienza la experiencia con el vacío, corta pero intensa. Totalmente desatado, esperando darme de bruces con una vorágine de ruido, viento impactando en mi cara deformada, inestabilidad, velocidad desmedida y descontrol, y tras dos segundos de desconcierto boca arriba, volteado de cara al avión, me encuentro cayendo a doscientos kilómetros por hora, estable, sorprendido. El raciocinio sobre el tiempo, la velocidad y el espacio queda anulado. Cuerpos a mi alrededor cayendo a la vez desmontan mis teorías más teóricas. Siento todo y nada a la vez. El silencio y la emoción me atrapan. Soy libre. Estoy vivo, más que nunca, tranquilo, aunque mi vida todavía dependa de la apertura de un trozo de tela color chillón. El tiempo pasa suficientemente despacio para enamorarme al instante de la sensación pero demasiado rápido, tanto como para quedarme con ganas de una vez más, de corroborar si lo vivido es real o sólo parte de una ilusión pasajera, de un sueño de cuarenta segundos, los más emocionantes de mi vida.
Un tirón de hombros me devuelve a la vida y me saca ipso facto del estado de enajenación transitoria en el que estoy inmerso. El paracaídas me mece, suave. Objetivamente, el control vuelve a las manos. El aire fluye ya, lento, a través de la tela, creando un cómodo ruido a modo de brisa. Regreso a la realidad de los vivos, acercándome poco a poco, inevitablemente, a tierra, a donde pertenecemos.
El después, un advertido y enorme vacío, esta vez en mi mente, satisfacción y relajación extremas. Porque correr riesgos no es necesario u obligatorio, pero tomarlos forma parte de la vida y de vivir. Medio minuto que cambia la vida. Lo que se tarda en leer estos dos últimos párrafos.
Un viaje inolvidable de casi 4.000 kms recorridos en coche, muy improbable en otras circunstancias, lo que lo hace más especial. Parajes únicos en mi retina que me hacen más conocedor, más afortunado, que inspiran e incrementan mis dotes fotográficas. Los cuarenta segundos más asombrosos e increíbles de mi corta existencia grabados a fuego en mi cerebro.
Hasta el próximo viaje en unas semanas a mi soñado Perú de los libros.
¡Saludos viajeros!
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