No
puedo negar que me dio rabia perderme la pasada temporada de floración de los
cerezos del Valle del Jerte y que no veo el momento de volver a esta región de
Extremadura en algo menos de un año para disfrutar de ese supuesto manto blanco
que emociona y cubre las laderas del valle como si de una fina sábana de lino
se tratase.
Desde
Ávila, en idéntica compañía, pero pintado de blanco, quiero volver a bajar el
sinuoso Puerto de Tornavacas, cruzar Jerte, Cabezuela del Valle y Navaconcejo,
desviarme por Valdastillas hasta Piornal y dirigirme a Plasencia de nuevo por
la carretera nacional tras pasar brevemente por Cabrero y Casas del Castañar.
Al
igual que el árbol del cerezo, el Norte de Extremadura es algo mágico, tanto cuando
florece como por el fruto al que da vida. La verdadera fruta de mi pasión, la
cereza. Porque después de este gran fin de semana, sin pretensiones pero muy
esperado, ya no sé decir si es mejor ver la flor que comerse la fruta, si es
mejor deleitarse la vista con un espectáculo floral único que ver a las mujeres
“de cerezas” en las pequeñas naves de los pueblos, seleccionando una a una las
jugosas frutas de color rojo intenso recogidas, o si es mejor llevarse a casa
fotografías de postal o sentirse mínimamente estafado pero inmensamente feliz
tras medir de forma amena e improvisada el tamaño de las cerezas recién
compradas con los expertos locales con una rutinaria lámina de cartón con
agujeros numerados y conversar acerca de las joyas subterráneas de Extremadura,
sin duda, futuras visitas. Mejor no sé. Claro que no, pero más dulce seguro.
Para
repetir, de igual manera, es lo vivido en Los Pilones de la Garganta de los
Infiernos. Entre Jerte y Cabezuela del Valle, y tras una hora de agradable
caminata, el Río Jerte se deformó hace millones de años para
dar lugar a un emplazamiento idílico, propio del Jardín del Edén, donde,
durante varios cientos de metros, pozas se suceden, y familias, perros, amigos
y enamorados disfrutan de la corriente perfecta, cascadas, saltos de agua,
fuentes naturales, las aguas más cristalinas y toboganes tallados en la roca,
de líneas caprichosas, casi lisa, limada, blanquecina. Un rato inolvidable, un
recuerdo ya imborrable.
Plasencia
es igual de sorprendente, en mi opinión, a la altura de ciudades como Toledo o
Salamanca. Quizás no desde fuera, pero si desde dentro. Una ciudad amurallada
que se convierte en cuento bajo la luz de la luna. Un restaurante, el
Tentempié. Un bar de tapas en plena Plaza Mayor, el Español. Un hotel económico, el Azar.
Una
fugaz excursión por el Parque Nacional de Monfragüe completó la ruta. Un lugar
perfecto para la observación de aves y de la mejor cara del Río Tajo, verdoso y
apaciguado. Centenares de rutas por recorrer a pie si el calor lo permite.
Naturaleza viva e infinita desde algunos de sus miradores, en especial desde El
Salto de los Gitanos o desde el Castillo de origen árabe que lleva el nombre del
mismo parque. A su salida por el este, carreteras solitarias y parajes de
ensueño de amarillentas fincas de encinas y extensos cultivos relajan los
sentidos, aturdidos.
Ya
de vuelta, en Navalmoral de la Mata, manjares a precio de comida rápida en ElFogón. En
resumen, una bomba de fin de semana, de principio a fin ;)
Deseando
saber aún que deparará el verano, me despido, con ilusión. Hasta pronto
viajeros.
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