Oporto y Gaia son una maravilla
arquitectónica, ambas dispuestas en las suaves laderas del río Duero (Douro
para los portugueses) casi en su desembocadura al inmenso Océano Atlántico. Especialmente
en caso de la primera, parece mentira como tanta belleza puede concentrarse en
tan poco espacio, en una simple captura fotográfica entre el puente Luis I y
una de las últimas curvas del río antes de hermanarse con el mar.
Respecto a estas últimas, las mejores,
desde la Catedral de Oporto, desde la magnífica estación de Sao Bento, desde la
cúspide de la rúa 31 de Janeiro de espaldas a la iglesia de San Ildefonso o
desde la cima de su peatonal paralela, rúa de Madeira, desde lo alto de la
Torre Dos Clérigos, desde la Plaza de la Ribeira, desde el Mirador da Vitoria,
desde la parte superior del Puente Luis I, desde el último peldaño de alguna de
las escaleras que ascienden paralelas a la Muralla Fernandina, desde el
Monasterio da Serra do Pilar, imponente, ya en Gaia, al otro lado del nombrado
puente, desde la terraza del espacio Porto Cruz, junto con Calem, Sandeman,
Ramos Pinto, Taylor's, Offley o Ferreira, una de las más renombradas bodegas de
la zona, desde el funicular que cruza Gaia de abajo a arriba o desde el barco
de época que, en una hora, muestra las delicias a ambas orillas del río y los
seis puentes de diferentes épocas que lo atraviesan.
Como una canción de fado, Oporto y
Gaia embelesan desde la primera nota. Por su infinito encanto, su gastronomía
hipercalórica y sus gintonics, merecerán una segunda visita.
Pocas cosas más bellas y de las que
sentirse afortunado hay que disfrutar de Galicia en un día de sol. El tranquilo
trayecto en autobús de Oporto hasta Vigo y el posterior ferry a través de su
ría con destino a las Islas Cíes fue un prólogo de una de las vistas que más
impacto han provocado en mis agradecidas retinas. Tras organizar la tienda de
campaña de alquiler que nos daría cobijo durante dos días y medio y dos noches,
pusimos dirección al mirador Alto do Príncipe. Con ese cielo especialmente azul
que normalmente precede a la niebla, el paisaje de la Isla do Faro, que queda
unida a la de Monteagudo a través de la paradisiaca Playa de Rodas, se
manifiesta como un milagro natural. El marino del océano se entremezcla con el
blanco de la arena, el verdoso del Lago dos Nenos, el pardo de la arbolada, el
naranja del musgo y el gris de la roca. Ahí magnífico, minutos antes del
atardecer, cuando todo se engrandece. Con la isla de San Martiño de fondo. Sin
palabras.
Acompañados desde entonces por la
intensa bruma gallega, disfrutamos de caminatas al Faro do Peito, a la playa de
Figueras, a la de Nuestra Señora o al faro de Cíes, el punto más elevado de los
protegidos islotes.
Poco empático por mi parte sería
olvidar lo congelador de las aguas de este rincón, que se clavan como dulces
hojas de un pino.
El Parque Nacional de las Islas
Atlánticas de Galicia, uno más de esos espacios que convierten a España en el
lugar más bonito del único planeta habitable de nuestra galaxia.
Tras un buen atracón de conservas, ya
de vuelta a Oporto y en buena compañía local, saciamos nuestro apetito en la
bella Baiona a base de zamburiñas y, como no, una buena ración de pulpo a
feira. Galicia Calidade.
Una parada más. De paraíso en paraíso.
Hasta dentro de muy poco viajeros.
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