La Palma es como una mujer de la que
estás locamente enamorado. Te parecerá la cosa más bella del mundo, como su
caldera de Taburiente y la cascada de colores que alberga en su interior, te
cautivará como un paseo por las callejuelas del centro de su capital, Santa
Cruz, te encargarás de que esté bien protegida, como sus cielos estrellados,
sus ojos brillarán como los callaos de su playa volcánica de Echentive, mirarla
te dejará embobado como ocurre al ver por primera vez los acantilados de su
playa de Nogales, tocarla te calmará como las aguas de esta última o de las
piscinas naturales de Charco Azul, en ocasiones te hará sentir el rey del mundo
como pasa en lo alto del Roque de los Muchachos, saciará tu apetito como un
buen queso palmero asado con mojo verde del restaurante Chipi Chipi o un buen
pescado de Casa Goyo, te dará respeto como su mirador del Time, será enrevesada
como cualquiera de sus carreteras, te sorprenderá como su playa de los
Cancajos, te embelesará como un atardecer desde Los Quemados, le pondrá un
fisco de sal de Fuencaliente a tu vida y seguramente también la endulce como
una quesadilla del Hierro. Y es que la isla bonita lo tiene todo para quererla
con locura.
Con el prólogo mágico de un amanecer
desde el puerto de La Gomera, en escala desde La Palma, el gran Teide nos daba
los buenos días, majestuoso. Llegábamos a casa, al lugar que siempre quiero
volver.
Como si fuera mi primera vez, nos
alejamos del turístico sur para bañarnos junto a las paredes verticales de Los
Gigantes y, en el Rincón de Antonio, comer chocos y papas arrugadas, cenamos en
familia en Los Abrigos, al son de las lapas y las olas, pasamos el mejor de los
ratos en insuperable compañía en el que, desde esta semana, se ha convertido en
uno de mis puntos preferidos de la isla, Punta Teno, en el extremo más noroeste
de la isla y accesible de nuevo tras la reciente reapertura de la única
carretera que, remota, lo conecta con la civilización, disfrutamos del
atardecer subiendo al Tanque y de unas buenas arepas de carne mechada con queso
amarillo y reina pepiada en la Arepera El Volante, ya de vuelta al sur, jugamos
a las palas como niños en las espectaculares playas del Duque, vimos caer el
sol por detrás de La Gomera, comprobamos la buena reputación gastronómica del
restaurante El Gomero y, para acabar con el mejor de los sabores, pateamos
Abades, su municipio, sus paradisiacas playas y sus abandonados alrededores,
nos hartamos a gueldes y chopitos en La Taberna Marinera Agua y Sal de Tajao y
endulzamos el paladar con unos helados de chicle, higo pico y despedida en el
médano, como siempre.
Porque te siento mía, porque quiero
más y mejor y porque de algún modo estamos predestinados, por ti, Tenerife.
Ya de vuelta a la dulce rutina de las
escapadas, hasta muy pronto viajeros.
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