Un mes ya desde que Polonia entró en mi vida y por mis ojos, siempre
abiertos, suertudos y soñadores. Dos viajes más desde mi primera entrada. Una
intensísima y soleada semana de trabajo en Varsovia y otra de reconocimiento
entre Cracovia y Katowice con el claro y frío protagonismo de Auschwitz y Bikernau. Estremeceos con las imágenes.
Todo en Varsovia, menos mi adicción a la cadena de restaurantes de
pescado Northfish, fue novedoso una vez más. El frenético ritmo de reuniones,
el renovado y lujoso Sofitel Victoria, la polish, recién aterrizado y de
sopetón, el casco antiguo, de esplendoroso castillo a orillas del río y
colorida plaza, los paseos en tonos sepia por los alrededores de la ópera,
estilosas copas en MOMU.gastrobar, un bar de
cocina y tuberías vistas y ladrillo descubierto, iniciaciones en la cultura de la sopa polaca, deliciosa
pasta, agradables similitudes con los españoles, sentido del humor y conversaciones
en familia en Bata, tenue y solitaria cena en Norma, inesperada puesta al día
con mi gran amigo italiano y compañero de andanzas londinenses hace ya siglos y
tradicional jueves calórico de Paczkis, un bollo relleno de mermelada, en
Radom.
Cracovia, uniforme encanto. Valorada como la ciudad más bonita del país
de los grandes y penetrantes ojos azules, de los kebabs y de la interminable
hora de comer. Urbe viva, de casco antiguo insultantemente bello, infinitos
parques reales, oscuros portales y hogar de Kazimierz, el enorme barrio judío
de la ciudad, hermoso, repleto de sinagogas, librerías llenas de historia y
restaurantes de tenue iluminación y deslumbrante gusto. El castillo de Wawel,
de auténtico cuento, la concurrida plaza principal y, a escasos metros, mi
hotel, el Stary, un selecto y demasiado caro reducto del medievo, modernizado y
aplastantemente trendy, donde piedra, madera robusta, vigas de metal y cristal
se mezclan y tonos granates, paredes de cemento y estudiados muebles de madera
lacada te escoltan mientras duermes. Momentos de relax en su piscina
subterránea, soñada por todos, y calmante gruta salada, donde, de forma casi
ciega y recostada, comencé a escribir este texto, bajo los efectos de la paz y
la sal. Cocina japonesa acompañada de Wostok (Ziolowy), un dulce brebaje polaco,
en Youmiko, un diminuto restaurante japonés lleno de vida, en el patio interior
de un edificio de hogareño portal.
Katowice, ciudad menor, al igual que su encanto, universitaria.
Experiencias culinarias internacionales a base de uno de los mejores curry que
he probado, en Hurry Curry, un veloz, joven y amigable restaurante de comida
india y ambiente local, copiosa sopa de salchicha y patata en Latajaca Swinia,
y típico desayuno polaco con Alicia Keys, Jay Z y Nueva York de fondo, esto es,
café y robusto bollo, en Café Vanilia, en plena calle Warszawska.
Y llega el momento de describir los sentimientos que provoca visitar el
memorial de una de las mayores barbaries cometidas por el ser menos humano en
la historia de la humanidad. El turismo menos turístico. Los campos de
concentración de Auschwitz y su hermano mayor, Bikernau. Una visita fugaz,
diferente, dura, donde la sensibilidad queda inevitablemente herida, hundida
por la dureza de las imágenes y la crueldad de las historias vividas. Una
huella estremecedora en la retina, ciertamente impersonal por otra parte, pienso por la perfecta conservación de los
complejos, decorado del cuento más real de terror, la falta ya de ese olor a
desolación, el paso de los años, el perdón y su estricto estudio en los libros
de historia.
Un escalofrío de tres horas, el desamparo más absoluto, silencio, mucho
silencio, ojos llorosos, perplejidad en cada rostro, manos cubriendo caras y
llantos esporádicos caracterizan la visita al mayor campo de concentración de
la era Nazi, el gran testigo de la atroz capacidad exterminadora de sus tropas.
Etnias judías y gitanas masacradas como solución final en la irracional
búsqueda de la sociedad perfecta. Indescriptible.
Documentos, listados infinitos para el recuerdo, fotos de la hambruna y
la tortura, objetos recuperados, posesiones expuestas de lo que se prometía como
una vida mejor, maletas de diversa procedencia, amasijos de gafas, zapatos de
todos los tamaños, todo apilado, amontonado, fuera de toda casualidad, como similitud
a la brutal barbarie. Una sala con poca luz en un ambiente color violeta oscuro
y difícilmente respirable fue prólogo de quizás una de las dos imágenes más
explícitas e impactantes del recorrido, incluso restringida a su captura en
cámara por parte de curiosos; dos mil kilogramos de pelo humano en una vitrina
de unos veinte metros de largo. La más pura muestra de sufrimiento al otro lado
del cristal. La otra, igualmente indigerible, los arañazos en las paredes de
una de las cámaras de gas utilizadas para lo evidente, triste final para la
mayoría, trazos de angustia previos al peor de los destinos. Sueños rotos,
vidas destrozadas. <<El trabajo te hará libre>>, indicaban los
Nazis en bellas letras forjadas a la entrada de Auschwitz…
Las imágenes hablan por sí solas…
Por desgracia, para una gran parte de los seres humanos, yo incluido,
los conceptos de trabajo y placer son complementarios y combinables pero
inmezclables; la obligación y el alivio, la quimera y el belorofonte, el
problema y su antídoto. Trabajar a caballo entre países y ciudades diversas me
calma esa ansiedad que casi todos los que carecemos de vocación sufrimos en
algún momento de nuestra carrera profesional. Que cada rincón sea nuevo, cada
cara desconocida, cada hotel diferente, cada calle un cuadro recién pintado y
cada momento único me reconforta y me mantiene despierto.
Largos ratos de soledad, reincorporaciones obligadas de la cama,
conversaciones durante horas con uno mismo, vivencias de interior, aprendizaje
y descubrimiento, todo cuestión de actitud.
Porque cuando los que me cambiaron la vida para bien decían aquello de
<<No hay destino malo, sino actitud equivocada>>, daban en el
clavo. La gente realmente feliz que me rodea, no todos desafortunadamente,
tiene en común una cosa. No son ni asquerosamente ricos, ni dolorosamente
guapos, ni mucho menos poderosos, pero afrontan la vida con la mejor de las
actitudes.
Afronté Polonia con ilusión, con una autopromesa, y estoy encantado.
Casi pisando suelo polaco de nuevo, en el avión, mi nueva casa, listo para descubrir nuevos rincones, me despido. Hasta muy pronto
viajeros.
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