Como en los libros del inigualable
maestro escritor y genio Carlos Ruiz Zafón, definiré a una gélidamente soleada Barcelona
un fin de semana de enero cualquiera, doblando los ángulos rectos de las calles
del Ensanche, del barrio de Gracia o de las ubicadas a orillas del paseo con el
mismo nombre, recorriendo sus condales avenidas y su cortante e impoluta diagonal,
degustando los magníficos dulces de sus infinitas pastelerías, perdiéndome en las
sombrías y estrechas callejuelas de los distritos Gótico y Born, este último mi
favorito, dibujando con la mente sus terroríficas gárgolas neogóticas y soñando
con las curvas y coloridas formas del gran visionario y eterno Gaudí. Un viaje
al pasado, a la vida de un barrio de enormes dimensiones que tanto me cuesta
creer todavía no conociese. Una ciudad protagonista, egocéntrica e
incomprendida, en permanente punto de mira, alternativa y multicultural, amada
por todos y criticada por los que no la conocen, bañada por el hechizo del
Mediterráneo, encantada y bendecida por el talento de sus grandiosos prodigios
del pasado, parte vital y esencial de nuestro patrimonio y poseedora de un
mayúsculo y adictivo embrujo. Tres intensos días de historia viva, lecciones y
aprendizaje, arte único, gastronomía y vida nocturna.
Con una parte clave de nuestros generosísimos anfitriones griposa, en cuarentena, y una de esas personas que mueres y matas por ver, pero que, por el bien de neuronas e hígado, se hizo esperar unos meses, disfruté, de forma improvisada y como quise, de mi mágica primera vez en Barcelona y de sus inmortales puntos de obligada visita. He aquí los que cegaron a mi paladar, cortejaron a mi vista, desbordaron mi inspiración y entretuvieron a mi lado más jovial, perenne.
Con una parte clave de nuestros generosísimos anfitriones griposa, en cuarentena, y una de esas personas que mueres y matas por ver, pero que, por el bien de neuronas e hígado, se hizo esperar unos meses, disfruté, de forma improvisada y como quise, de mi mágica primera vez en Barcelona y de sus inmortales puntos de obligada visita. He aquí los que cegaron a mi paladar, cortejaron a mi vista, desbordaron mi inspiración y entretuvieron a mi lado más jovial, perenne.
Experiencias culinarias poco
numerosas pero genuinas, de gran intensidad y calado en cabeza y estómago.
Pecado capital no degustar las delicias como el bikini de jamón, queso y trufa
y la croqueta de pernil de Tapas 24, a escasos metros del Paseo de Gracia, no luchar
a codazos por un vino espumoso acompañado de buena fritanga en la champañería
Can Paixano, en una preciosa tierra de nadie entre los barrios Gótico, Born y
La Barceloneta, o no catar la tempura de bacalao islandés, las bravas y las
croquetas de ceps de Bagauda, en pleno Gótico. Pero mayor tropiezo sería olvidar
la tortilla de patatas con cebolla caramelizada de despedida de uno de nuestros
huéspedes, deliciosa. Gracias.
Un paseo por la ciudad magnética
desde Paseo de Gracia y su majestuosa y fantasmagórica Manzana de la Discordia
hasta el Puerto Olímpico, coronado por el moderno triángulo formado por la
Torre Arts y Mapfre y el curvilíneo pez dorado del arquitecto Frank Gehry.
Descarado el protagonismo al comienzo de esta caminata de la Casa Batlló,
fuente de sorpresa para las ojipláticas lentes de las cámaras de los anonadados
turistas, inspiración incluso para los diseñadores de la morada de Casper, una
de mis películas fetiche de la infancia. Una corta marcha a través de los más
bellos y sonados puntos de la ciudad: la inmensa Plaza Cataluña, la comercial
Avenida del Portal del Ángel, la alborotada Rambla, el colosal monumento
erigido a Cristóbal Colón en la Plaza del Portal de la Paz y el espacioso
puerto deportivo y su despejado y tranquilo paseo hasta la playa de la
Barceloneta, abierto punto de encuentro de un muy diverso mar de gente…amigos, parejas,
transeúntes, domingueros, bañistas, deportistas y gimnastas callejeros.
Mi barrio predilecto, el Born, y
su contiguo Gótico. Angostos callejones de piedra forman este distrito lleno de
sombras y misticismo que emana leyendas e historias por los poros y las juntas de
sus fachadas, patios, arcos, portales y recovecos. Perdeos – ya nos habían
recomendado. Así hicimos, disléxicos, sin rastro, orden o prisa, dando vueltas,
mirándonos las espaldas, entre oscuros locales, apartamentos de ensueño,
espectrales edificios, anticuarios de libro y artesanos perfumistas. Quiero
volver. Conversaciones que desvarían, bañadas de fina ginebra Hendrick´s,
ahumadas, con sabor a uva y menta, en Ziryab, bar fusión de infinita magia y
honorables precios.
Otro barrio, Gracia, de
incuestionable personalidad y carácter. Bohemio y tranquilo. Calles
pseudopeatonales se cruzan en rectos ángulos, alojando escondidas e
infrailuminadas plazoletas, establecimientos con solera y pequeños restaurantes
de estudiada carta y cuidada decoración. Nueva sisha de fresa en Amir de Nit,
en mi burbuja de abstracción, mi mundo de sueños persas pendientes de cumplir,
hediondo pero dulce y delicioso té de cardamomo en mano.
Junto con La Pedrera y Casa
Batlló, el Parque Güell y La Sagrada Familia completan el increíble trabajo de
Gaudí en esta ciudad, cuya influencia es visible en cada uno de sus rincones.
El Parque Güell, con recién
estrenada y polémica política de pago, ofrece una de las mejores panorámicas de
la urbe desde lo alto, sentado sobre las multicolores, caóticas y desiguales piezas
de cerámica y vidrio del largo, irregular y colorido banco, característico del
gran genio, por encima del impresionante patio inferior de columnas tonalidad
marfil y la omnipresente salamandra color arcoíris. Alrededor, en su parte
oeste, corredores de pilares de piedra que asemejan olas rompiendo y en espiral
cual tornado rocoso se suceden, devolviendo al visitante, de forma real y
mágica al mismo tiempo, a la entrada principal, para observar la majestuosidad
del balcón de nuevo, más arriba, en una especie de círculo vicioso que no
quieres que acabe.
La Sagrada Familia…quizás no
existan las palabras óptimas para describir la magnitud de este gigante en continua
construcción y financiado, increíblemente, de forma privada, y del talento del
gran gurú de la arquitectura moderna y surrealista; para determinar el
significado de lo que rondaría su cerebro a la hora de dibujar esas líneas y
formas a través del tiempo, como de otra época, todavía inexistente, y del
porqué de todo lo que hizo y diseñó hace ya más de 100 años, incomprensible
para el ser humano común. Descomunal por fuera, extraordinaria por dentro, algo
único en nuestra era, hermosa a la par que enigmática, como Barcelona, su
destino. Vistas asombrosas de la Torre Agbar, del Mediterráneo y de las
diagonales avenidas desde lo alto de su Torre Nacimiento. Algo maravilloso y
admirable de vislumbrar desde sus millones de perspectivas, de noche y de día,
y que sueño con ver acabado algún día.
Especial mención para los temerarios taxistas pakistaníes y
para Sutton y Bling Bling, en la calle Tuset, las dos discotecas que
despertaron nuestro lado más vampiresco. Dándolo todo, como era de esperar por
la compañía.
Barcelona, la ciudad que el destino me ha puesto en el
camino en mi nueva etapa post-burbuja y de la que me queda mucho por aprender. Hasta
dentro de unos días.
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