Las famosas y glamurosas islas de
Las Bahamas son parada obligatoria en cualquier mediana o larga estancia en
Miami. Casi todos los fines de semana, con un horario perfectamente compatible
con el laboral, dos inmensos cruceros, de diferentes compañías y cuestionable
gusto decorativo, cargados de moqueta azul esmeralda aturquesada, madera clara,
mármol blanquecino, detalles dorados y cortinas pastel, bizarras combinaciones
sensibles al ojo del detallista del siglo XXI, servicio mayoritariamente
filipino, impecable, buffet libre de huevos revueltos y beicon crujiente y variopinta
ocupación, zarpan, rumbo al paraíso, dos días y tres noches de paz para algunos
y locura para otros, al más puro estilo turista, del que muchos, yo incluido,
huyen, dos paradas, bien diferenciadas, dos increíbles atardeceres, teñidos de
naranja intenso, en alta mar, una idea, una imagen clara, media conclusión. Puede
merecer la pena. Realmente, ¿cuándo no?
Great Stirrup Cay, isla propiedad
de la compañía de cruceros, arisca y artificial a primera y a segunda vista,
seca, maltratada, diseñada para satisfacer los deseos del turista más asalvajado.
Aún así, huyendo del gentío, descubrí rincones excepcionales, calas rocosas,
aguas maquilladas por el sol, paz a izquierda, fiesta y muchedumbre a derecha.
Nassau, capital del estado,
diminuto centro neurálgico del archipiélago formado por más de 700 islas,
decadente, colonial, libre de manos británicas e impuestos, colorida, cálida y
cercana. Siguiendo la ruta de tropas inglesas 200 años atrás, tras subir la
histórica y escondida Queen´s staircase,
65 escalones esculpidos en su día en honor a la Reina Victoria en la piedra
natural por esclavos locales, impresionantes vistas desde el punto más alto de
la isla, el nunca atacado fuerte de
Fincastle, dejan atisbar el color de las aguas y los puentes que cruzan a Paradise Island, una pequeña extensión
paradisíaca, como su propio nombre indica, de tierra, hogar del renombrado e
imponente hotel Atlantis, los restos de un monasterio agustino francés del
siglo XIV, transportado a la isla en los años 20, que atiende al nombre de The Cloisters, mansiones de ensueño en
tonalidades blancas, vivas y crema, un nuevo objetivo, y la más bella de las playas públicas, Cabbage Beach, media luna de arena blanca,
fina, blanda, refrescante y cómoda y agua cristalina.
Esperando hacer caso de los
consejos de una taxista de kilométricas uñas y adicta al tapizado tradicional,
aunque casero, de Burberry, en la
próxima ocasión que tenga la oportunidad de pisar esta privilegiada zona del
planeta, picotearé del encanto de varias de sus islas, con especial atención a Harbour Island y sus extraordinariamente
rosadas y desérticas playas, y a Las Exumas, dónde multitud de pequeños cayos, repletos
de arrecifes de coral, vida submarina y embarcaciones naufragadas, se suceden de
forma milimétrica y continua a lo largo de casi dos centenares de kilómetros.
En el próximo y muy próximo post, valga la redundancia, volveré de nuevo en coche a la América
más profunda, siempre una aventura, extensiones infinitas de terreno a ambos
lados de la carretera, pequeños pueblos y ciudades, luz de día, opacidad,
oscuridad absoluta y estrellas de noche. Pero esta vez a una muy distinta, la
de las películas inspiradas en los años 60 y de arquitectura colonial.
Hasta
muy pronto viajeros.
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