3/24/2013

Las Bahamas, de crucero a un nuevo paraíso


Las famosas y glamurosas islas de Las Bahamas son parada obligatoria en cualquier mediana o larga estancia en Miami. Casi todos los fines de semana, con un horario perfectamente compatible con el laboral, dos inmensos cruceros, de diferentes compañías y cuestionable gusto decorativo, cargados de moqueta azul esmeralda aturquesada, madera clara, mármol blanquecino, detalles dorados y cortinas pastel, bizarras combinaciones sensibles al ojo del detallista del siglo XXI, servicio mayoritariamente filipino, impecable, buffet libre de huevos revueltos y beicon crujiente y variopinta ocupación, zarpan, rumbo al paraíso, dos días y tres noches de paz para algunos y locura para otros, al más puro estilo turista, del que muchos, yo incluido, huyen, dos paradas, bien diferenciadas, dos increíbles atardeceres, teñidos de naranja intenso, en alta mar, una idea, una imagen clara, media conclusión. Puede merecer la pena. Realmente, ¿cuándo no?







Great Stirrup Cay, isla propiedad de la compañía de cruceros, arisca y artificial a primera y a segunda vista, seca, maltratada, diseñada para satisfacer los deseos del turista más asalvajado. Aún así, huyendo del gentío, descubrí rincones excepcionales, calas rocosas, aguas maquilladas por el sol, paz a izquierda, fiesta y muchedumbre a derecha.




Nassau, capital del estado, diminuto centro neurálgico del archipiélago formado por más de 700 islas, decadente, colonial, libre de manos británicas e impuestos, colorida, cálida y cercana. Siguiendo la ruta de tropas inglesas 200 años atrás, tras subir la histórica y escondida Queen´s staircase, 65 escalones esculpidos en su día en honor a la Reina Victoria en la piedra natural por esclavos locales, impresionantes vistas desde el punto más alto de la isla, el nunca atacado fuerte de Fincastle, dejan atisbar el color de las aguas y los puentes que cruzan a Paradise Island, una pequeña extensión paradisíaca, como su propio nombre indica, de tierra, hogar del renombrado e imponente hotel Atlantis, los restos de un monasterio agustino francés del siglo XIV, transportado a la isla en los años 20, que atiende al nombre de The Cloisters, mansiones de ensueño en tonalidades blancas, vivas y crema, un nuevo objetivo, y la más bella de las playas públicas, Cabbage Beach, media luna de arena blanca, fina, blanda, refrescante y cómoda y agua cristalina.







Esperando hacer caso de los consejos de una taxista de kilométricas uñas y adicta al tapizado tradicional, aunque casero, de Burberry, en la próxima ocasión que tenga la oportunidad de pisar esta privilegiada zona del planeta, picotearé del encanto de varias de sus islas, con especial atención a Harbour Island y sus extraordinariamente rosadas y desérticas playas, y a Las Exumas, dónde multitud de pequeños cayos, repletos de arrecifes de coral, vida submarina y embarcaciones naufragadas, se suceden de forma milimétrica y continua a lo largo de casi dos centenares de kilómetros.

En el próximo y muy próximo post, valga la redundancia, volveré de nuevo en coche a la América más profunda, siempre una aventura, extensiones infinitas de terreno a ambos lados de la carretera, pequeños pueblos y ciudades, luz de día, opacidad, oscuridad absoluta y estrellas de noche. Pero esta vez a una muy distinta, la de las películas inspiradas en los años 60 y de arquitectura colonial. 

Hasta muy pronto viajeros.


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