Tengo muchos motivos para estar
contento. Mi querida Italia se vuelve a cruzar en mi camino, y no precisamente
de forma esporádica. Milán, desconocida para mi hasta ahora, es buena
merecedora de una entrada tras dos primeras paradas.
Quizás aquellos que valoren más
que otra cosa la majestuosidad y antigüedad de Roma o la tremenda elegancia de
Florencia vean a Milán como una ciudad más de Italia, sin nada o casi nada
reseñable.
Entonces es cuando pienso y lanzo
una pregunta:
¿Quién no puede adorar una ciudad
en la que se aterriza con los Alpes nevados de fondo; dónde poder disfrutar de
un café con un cornetti, que no croissant, relleno o integral con miel en la
magnífica estación central; dónde cualquier café o pasta saben a gloria sin necesidad
de ir a la Antica Cremeria San Carlo al Corso o a Cioccolati Italiani; dónde
degustar un crodino en vaso bajo, con mucho hielo y una rodaja de naranja en
las inmediaciones del Duomo; dónde adentrarse de lleno en la cultura del
aperitivo, toda una institución representada por el Apperol Spritz, en alguno
de los locales, como Radetzky, que inundan la ciudad rebosando estilo a partir
de las siete de la tarde; dónde admirar el extraordinario interior de la
Galeria Vittorio Emanuele desde su centro o desde cualquiera de sus cuatro
extremos; dónde evadirse de todo en la Iglesia de Santa Maria presso San
Satiro, una joya arquitectónica del siglo XV de altar pintado en perspectiva
entre las vías Torino y Falcone; dónde perderse por las calles empedradas del
cuadrilátero de la moda y del barrio de Brera o dónde casi perder el
conocimiento con unos ravioli de tartufo regados de un Vermentino blanco de la
región de Argiolas en Cerdeña en el Restaurante Lucca, muy cerca de Puerta
Venecia?
Todo queda dicho. Hasta las
próximas Milán. Siempre será un piacere.
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