Llegaba
el día, como caído del cielo, con las expectativas por las nubes de un cielo
amenazante y mis nervios crecientes a nuestra entrada a la localidad malagueña
de Ardales. Y no defraudó, al mismo tiempo que dichas nubes obedecían nuestras
plegarias y ponían rumbo al norte, en soleada procesión.
Casi
coincidente con la Semana Santa y con el primer aniversario de su renovación,
tuve la oportunidad de ser uno de esos ya más de 300.000 afortunados que hemos
tenido el privilegio de disfrutar del Caminito del Rey. Cifra que irá en
aumento, a tenor de la guerra encarnizada que, a diario, se libra online para
conseguir una plaza cualquier día del calendario. Ahora que todavía tengo
fresco en la memoria cada paso, cada viga de sujeción, cada rincón del
desfiladero, cada imagen y cada tablón de madera tratada, sin duda es el mejor
momento para plasmar mi experiencia sobre el papel, de hacerla inmortal, de la
misma manera que se ha hecho con esta joya escondida con su tremenda
rehabilitación.
En
su estado actual, y tras quince años cerrado por motivos de seguridad, sólo una
gran fobia a las alturas podría disuadirnos de adentrarnos en esta aventura
única y mágica.
En
el pasado más reciente, y para poder apreciar así el valor incalculable de su
renovación, sólo los valientes expertos amantes del riesgo se adentraban en el
suicida, maltrecho, y en ocasiones, inexistente camino original, para desafiar a la muerte con desdén y vivir
desde dentro la garganta como los trabajadores que crearon esta reliquia. Durante el recorrido, mi yo más aventurero se imaginó
en su piel. Quizás por soñarlo desde la seguridad más absoluta. Quizás mi
subconsciente me traicionaba. Más que probable, viendo el estado de algunos de
los tramos de la antigua pasarela, que discurre aun, en su mayor parte, por
debajo de la nueva, perfectamente mimetizada también con el entorno.
Hablando
de sus creadores, me detendré brevemente en su historia. En plena
industrialización a mediados del siglo XIX y tras la construcción de la vía
férrea que unía las cuenca mineras de Córdoba y las fábricas de Málaga y
atravesaba el Desfiladero de los Gaitanes, el ingeniero Rafael Benjumea recibe,
a finales de dicho siglo, el encargo de aprovechar el desnivel del agua para producir electricidad. En 1906
concluye su obra maestra y la dota de balcones adosados a la piedra para sus
labores de mantenimiento. Nacía así el Camino de los Balconcillos de los
Gaitanes. En 1921, el Rey Alfonso XIII lo recorre, ocasión que propicia su
cambio definitivo de denominación años más tarde.
En
cuanto a su fisonomía, el famoso recorrido lineal, con un total de tres
kilómetros (algo más si se suman los accesos y el camino de salida hasta el
autobús que devuelve al inicio), se compone de dos tramos de impresionantes
pasarelas que desafían el vacío (el segundo sin duda más espectacular) y un
agradable paseo entre medias, para todos los públicos y entre verdes montañas,
vías de un tren increíble y bellas acequias.
Del
mismo modo que la primera parte del camino ya deja sin palabras y pasa de inmediato
a ser el objetivo de las cámaras más impacientes, la segunda tanda de
pasarelas, permitiendo verlas desde lejos, en perspectiva, parece sacada de un
cuento para alpinistas. El desfiladero crece, el barranco se afila, el camino
se adentra en rincones imposibles, el tren, con suerte, aparece y los
caminantes desfilan como hormigas con casco, sin vacío claro, flotando en
horizontal en plena pared vertical. Como broches de oro brillan el inmaculado puente
colgante que cruza el abismo y los últimos metros de vía, tanto de cerca como de
lejos, que encaran la salida. El fin de esta próspera maravilla a tiro de
piedra de Málaga. Más información y reservas en su web oficial.
No
puedo olvidar agradecer a nuestro compañero de viaje el haber podido caminar
por este pedacito de historia más temprano que tarde. Gracias.
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