Un
giro de tuerca en la era secundaria, hace muchos millones de años, configuró la
confusa y particular posición de la Isla de Mallorca y levantó una preciosa
sierra a la que no ha quedado más remedio que declararla Patrimonio de la
Humanidad hace sólo cinco años, como el pintor o el escritor que recibe
homenaje siglos después de su muerte. Un reconocimiento que sólo se otorga a
los paisajes cincelados por escultores divinos, a los hermosos caprichos de
pasados repliegues terrestres, a los olvidados paraísos de montaña. La Sierra
de Tramontana, que toma su nombre de los vientos que soplan en dirección
noroeste. Los mismos que oxigenan esta parte de la isla y la dotan de un cutis
inmejorable.
Hacia
el norte, bajo el sol espléndido, cruzamos Pollensa, cogimos perspectiva de su
puerto y su gran bahía desde la falda de la montaña que guarda sus espaldas y
paramos para disfrutar del corto paseo que finaliza en el mirador Es Colomer,
que ofrece una de las más hermosas estampas de la mayor de las Islas Baleares,
más espectacular incluso que desde el faro que marca el extremo del Cabo de
Formentor, al que llegamos tras serpentear media hora más entre pinos que nacen
del Mar Mediterráneo y florecen entre las rocas.
Para
amantes de las carreteras se construyó la Ma-10, que, desde Pollensa, atraviesa
la cordillera y los embalses de Gorg Blau y Cúber hasta Andratx, y donde, en
Valldemosa, permite desviarse cómodamente hacia Palma, su extraordinaria
capital.
Por
el camino, Sa Calobra nos enseñó de cerca el color turquesa del agua y nos
invitó a parar el tiempo a través del camino que rodea sus calas y se adentra
de forma sinuosa en la roca para llegar a la amplia pero abrigada zona donde muere
el Torrente de Pareis, Cala Tuent, en una de mis dos inmersiones invernales,
nos mostró cuan frío y bello puede llegar a ser un pequeño entrante mediterráneo
de mar, Sóller nos dio a probar el localmente conocido “pa amb oli” con
embutidos varios en el más loco y genuino de sus bares y pudimos ver como Deià y Valldemosa, en piedra dorada, maquillados por ese brillo solar del atardecer, flotaban entre
los verdes montículos.
Honderos
baleáricos y principalmente romanos, árabes y la Corona de Aragón convirtieron
Palma en la referencia arquitectónica que es hoy.
A un
lado de la Avenida de Antonio Maura y del estiloso Paseo del Born, destacan la
Catedral gótica de Mallorca, majestuosa, la Parroquia de Santa Eulalia y el
amasijo de callejuelas que desembocan en la Plaza Mayor o a pies de la muralla,
si, como la hierba, se pone rumbo al mar. Al otro lado, las calles que se
concentran entre la comercial Avenida de Jaume III y el náutico Paseo de
Sagrera invitan a perderse y a disfrutar del buen gusto de los bares y
restaurantes que aquí se agolpan. Koa, un muy recomendable local que fusiona
las gastronomías mallorquina e internacional, sació nuestro apetito para
concluir un día grandioso.
Los
últimos rayos de sol del fin de semana nos alegraron el primer tramo de Ma-12
que discurre entre el Puerto de Alcudia y Can Picafort. La siguiente parada
sería Cala Mesquida, un auténtico resquicio paradisíaco en la punta sureste de
la isla, de arena fina, dunas blancas e inmejorables vistas de la vecina Menorca. Mi
último y más refrescante baño.
Como
todo viaje al “Levante”, no podía faltar un buen arroz. En esta ocasión, uno
negro con gambas y sepia, nuestro preferido. El restaurante Es Cruce, en Costa
de los Pinos, no nos defraudó. Una parada obligatoria más bien.
Los
acantilados de Porto Cristo y un recorrido por su hendidura de agua salada y
sus alrededores remataron un nuevo fin de semana exprés de esos que deben
recordarnos que el edén no es algo divino y que el paraíso está mucho más cerca
de lo que creemos.
Hasta
la próxima viajeros.
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