2/06/2015

Marrakech, la ciudad de las mil y una especias


Para gustos los colores, los sabores y los olores, pero sólo el más insensato podría calificar a Marrakech de ser una ciudad mediocre y sin carácter. Salvando los prometedores desiertos, asentamientos bereberes, oasis y valles que rodean a la capital turística de Marruecos, que no tuvimos oportunidad de visitar en este corto viaje, la Medina de Marrakech es una de esas escapadas de fin de semana, incluso uno de esos rincones del mundo, que perderse es pecado y a la que se debería de peregrinar al menos una vez en la vida. Ciudad amurallada de locales, comerciantes, buscavidas, turistas, viajeros, enamorados y familias. Cada arco, puerta y callejón conservan ese estilo mozárabe, mudéjar, Al Andalus, morisco o árabe, llamémosle como queramos. Ese vínculo que a los españoles nos hace sentirnos tan lejos y tan cerca de casa. Un nuevo dominio y reconquista de los sentidos.

Una céntrica casa escondida tras una bella y ornamentada puerta reconvertida a pequeño hotel, con patio de corrala adornado en su planta más baja con plantas, hermosos cojines, mesas de té, fuente y elegante piscina, lo que comúnmente se conoce como Riad, nos dio cobijo y desayuno durante tres fríos días a precio muy razonable en la, probablemente, temporada más fresca del año. El Riad Dabachi, un remanso de paz a escasos minutos al este del lugar de referencia de la ciudad, la plaza Jemaa El Fna, nos recibió oculto, tras numerosos giros a derechas e izquierdas, ya de noche cerrada.

La plaza, lugar único de ritmo incansable que cierra sus ojos sólo un rato de madrugada, que se monta y se desmonta como un juguete para niños, cuya actividad parece aparecer y desaparecer con el ciclo solar. Bajo la luz del sol, gentío, mujeres en salvajes y coloridas batamantas de felpa, encantadores de serpientes, monos encadenados, tatuadoras de henna, folclóricos vendedores, puestos ambulantes y enormes kioskos de zumo de naranja amenizan el trepidante día a día; bajo la luz de la luna y con la incendiada Koutubia de fondo, juegos varios, cánticos, humoristas, espectáculos musicales que congregan a decenas de personas en corros e incluso golf en putting greens improvisados la convierten en un territorio con denominación propia, donde el tiempo vuela y, al mismo tiempo, dejo de correr hace décadas. Desde una de sus numerosas terrazas, el terremoto popular gana perspectiva. El humo de las cocinas, en perfecta competencia, asciende, magnificando el olor de las especias, mientras que los movimientos se ralentizan, los ruidos se mezclan, el sonido de los cláxones se alarga, los sentimientos afloran y la religión los frena. El pacífico sosiego del rezo a través de los altavoces. Anécdotas que no hacen más que acrecentar mi devoción por las diferencias culturales.



Viernes de contraste. La imponente Koutubia y sus bellos jardines, uno de los más majestuosos arcos de entrada a la ciudad amurallada, Bab Agnou, el angosto acceso a las maravillosas zonas ajardinadas y estancias de las Tumbas Saudíes, con el merecido protagonismo de la verdosa sala de las doce columnas, las clases de herboristería, especiadas historietas, milagrosas hierbas, olorosas piedras y artilugios bereberes del cercano y madridista Mohammed en su chiringuito Palais el Badia, el propio Palacio de la Bahía, una auténtica sucesión de cámaras con asombrosos techos, el genuino barrio judío, Mellah, y la vuelta a la plaza a través de los zocos del sur con parada en el Henna Café, galería de arte – restaurante con una coqueta terraza donde disfrutamos de un más que amable servicio, de nuestro primer tajine de kefta y de un sándwich de falafel muy decente. Ninguna de las terrazas de la medina sobresale. Todas muestran el mismo mar de tejados, desordenados, algunos habitables, dando la sensación de poder caminar sobre la ciudad monocolor. Para acabar el día, cena en el restaurante - riad El Fenn, de decoración exquisita, calidad aceptable y precios europeos.

























Sábado de compras y relax momentáneo. Tiempo para perderse y adentrarse en el laberinto de zocos camino de la madraza de Ben Youseff, una de las estrellas mejor conservadas de la medina. Extraviarse, dejarse liar con moderación, coger pánico a preguntar, ser perseguido de forma tormentosa y negociar no son opciones, son hechos y obligaciones. Parte del encanto infinito de nuestros vecinos. Vuelta por la mezquita de Bab Doukkala, dispares masajes de la peor guisa imaginable en Les Bains d´Azahara con exfoliación extra de vergüenza y cena para dos a base de pollo en la plaza, té callejero y dulce hospitalidad por escasos euros.















Domingo de retorno, más zocos y hedores. Tras descubrir la sonada plaza de las especias y su célebre Café y Nomad, claros protagonistas gastronómicos, nos dirigimos al este, a la puerta de Bab Debbagh, a las contaminantes curtidurías, donde, entre heces de paloma y valiente y necesitada mano de obra local, las pieles de toda la zona se tratan y colorean. Menta para evitar los vómitos de los turistas, una lección de humildad. La mirada de la resignación. Porque hasta del más desagradable e inimaginable de los lugares se pueden hacer lecturas positivas.




Marrakech, la ciudad de las mil caras, apta para todos los gustos, pudores y paladares. El primero de muchos viajes en avión.

Hasta la próxima viajeros.


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