Para
gustos los colores, los sabores y los olores, pero sólo el más insensato podría
calificar a Marrakech de ser una ciudad mediocre y sin carácter. Salvando los
prometedores desiertos, asentamientos bereberes, oasis y valles que rodean a la
capital turística de Marruecos, que no tuvimos oportunidad de visitar en este
corto viaje, la Medina de Marrakech es una de esas escapadas de fin de semana,
incluso uno de esos rincones del mundo, que perderse es pecado y a la que se
debería de peregrinar al menos una vez en la vida. Ciudad amurallada de
locales, comerciantes, buscavidas, turistas, viajeros, enamorados y familias. Cada
arco, puerta y callejón conservan ese estilo mozárabe, mudéjar, Al Andalus,
morisco o árabe, llamémosle como queramos. Ese vínculo que a los españoles nos
hace sentirnos tan lejos y tan cerca de casa. Un nuevo dominio y reconquista de
los sentidos.
Una
céntrica casa escondida tras una bella y ornamentada puerta reconvertida a
pequeño hotel, con patio de corrala adornado en su planta más baja con plantas,
hermosos cojines, mesas de té, fuente y elegante piscina, lo que comúnmente se
conoce como Riad, nos dio cobijo y desayuno durante tres fríos días a precio
muy razonable en la, probablemente, temporada más fresca del año. El Riad
Dabachi, un remanso de paz a escasos minutos al este del lugar de referencia de
la ciudad, la plaza Jemaa El Fna, nos recibió oculto, tras numerosos giros a
derechas e izquierdas, ya de noche cerrada.
La
plaza, lugar único de ritmo incansable que cierra sus ojos sólo un rato de
madrugada, que se monta y se desmonta como un juguete para niños, cuya
actividad parece aparecer y desaparecer con el ciclo solar. Bajo la luz del sol,
gentío, mujeres en salvajes y coloridas batamantas de felpa, encantadores de
serpientes, monos encadenados, tatuadoras de henna, folclóricos vendedores, puestos
ambulantes y enormes kioskos de zumo de naranja amenizan el trepidante día a
día; bajo la luz de la luna y con la incendiada Koutubia de fondo, juegos varios,
cánticos, humoristas, espectáculos musicales que congregan a decenas de
personas en corros e incluso golf en putting greens improvisados la convierten
en un territorio con denominación propia, donde el tiempo vuela y, al mismo
tiempo, dejo de correr hace décadas. Desde una de sus numerosas terrazas, el
terremoto popular gana perspectiva. El humo de las cocinas, en perfecta
competencia, asciende, magnificando el olor de las especias, mientras que los
movimientos se ralentizan, los ruidos se mezclan, el sonido de los cláxones se
alarga, los sentimientos afloran y la religión los frena. El pacífico sosiego
del rezo a través de los altavoces. Anécdotas que no hacen más que acrecentar
mi devoción por las diferencias culturales.
Viernes
de contraste. La imponente Koutubia y sus bellos jardines, uno de los más
majestuosos arcos de entrada a la ciudad amurallada, Bab Agnou, el angosto
acceso a las maravillosas zonas ajardinadas y estancias de las Tumbas Saudíes,
con el merecido protagonismo de la verdosa sala de las doce columnas, las
clases de herboristería, especiadas historietas, milagrosas hierbas, olorosas
piedras y artilugios bereberes del cercano y madridista Mohammed en su
chiringuito Palais el Badia, el propio Palacio de la Bahía, una auténtica sucesión
de cámaras con asombrosos techos, el genuino barrio judío, Mellah, y la vuelta
a la plaza a través de los zocos del sur con parada en el Henna Café, galería
de arte – restaurante con una coqueta terraza donde disfrutamos de un más que
amable servicio, de nuestro primer tajine de kefta y de un sándwich de falafel
muy decente. Ninguna de las terrazas de la medina sobresale. Todas muestran el
mismo mar de tejados, desordenados, algunos habitables, dando la sensación de
poder caminar sobre la ciudad monocolor. Para acabar el día, cena en el
restaurante - riad El Fenn, de decoración exquisita, calidad aceptable y
precios europeos.
Sábado
de compras y relax momentáneo. Tiempo para perderse y adentrarse en el
laberinto de zocos camino de la madraza de Ben Youseff, una de las estrellas mejor
conservadas de la medina. Extraviarse, dejarse liar con moderación, coger
pánico a preguntar, ser perseguido de forma tormentosa y negociar no son
opciones, son hechos y obligaciones. Parte del encanto infinito de nuestros
vecinos. Vuelta por la mezquita de Bab Doukkala, dispares masajes de la peor
guisa imaginable en Les Bains d´Azahara con exfoliación extra de vergüenza y
cena para dos a base de pollo en la plaza, té callejero y dulce hospitalidad
por escasos euros.
Domingo
de retorno, más zocos y hedores. Tras descubrir la sonada plaza de las especias
y su célebre Café y Nomad, claros protagonistas gastronómicos, nos dirigimos al
este, a la puerta de Bab Debbagh, a las contaminantes curtidurías, donde, entre
heces de paloma y valiente y necesitada mano de obra local, las pieles de toda
la zona se tratan y colorean. Menta para evitar los vómitos de los turistas,
una lección de humildad. La mirada de la resignación. Porque hasta del más desagradable e inimaginable de
los lugares se pueden hacer lecturas positivas.
Marrakech,
la ciudad de las mil caras, apta para todos los gustos, pudores y paladares. El
primero de muchos viajes en avión.
Hasta
la próxima viajeros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario