Como su propio nombre indica, el trío de ciudades que conforman la principal región del norte de Polonia, Gdansk, Gdynia y, entre medias, Sopot, suponen la perfecta combinación, un delicioso cóctel a base de jarabe de cultura, agua del mar báltico y dulce arena de playa.
Gdansk, una joya de color ámbar y formas típicas que resplandece ya a
tempranísimas horas de la mañana, como sus tejados desde el Hotel Mercure o desde
el diminuto mirador en lo más alto de la torre de la Iglesia de Santa María
tras subir sus más de cuatrocientos escalones. Su gran atractivo y encanto se concentra
en el trayecto desde la puerta de la ciudad hasta el río a través de la Calle
Dluga, su vía principal. Neptuno aguarda en uno de sus extremos, dominando la
amplia plaza, velando por que el tiempo no erosione los bellos edificios de
fina fachada, vivos colores e inconfundible arquitectura. Muy cerca, la
escondida Calle Mariacka es una reliquia de flamante empedrado. En no más de
doscientos metros, toneladas de ámbar y originales puestos y joyerías
bellamente semi-enterradas se agolpan mientras los ojos de sus dueños reflejan
el brillo de sus alhajas expuestas en las vitrinas de los muebles de anticuario
y las cafeterías llaman la atención del que pasea con sus antiquísimas terrazas
de piedra y ancha balaustrada.
Gdynia, puerto polaco y silencioso encanto del Mar Báltico. Pacífica y
marítima. Mi primer contacto visual con éste desde la cima de su céntrico
parque, protegido por una enorme cruz. Una nueva sensación para el bolsillo
pequeño de mi mochila. Más abajo, entre talleres de barcos, el puerto, grandes
embarcaciones, muy próximos a la amplia zona del acuario que precede al mar,
pequeños chiringuitos venden amablemente platos combinados a base de fresco y
barato pescado. Rayos de sol y aire frío en la cara para disfrutar intensamente
de fondo de esta hermosa ciudad náutica de vida y cultura de mar.
Sopot, la ciudad soñada de vacaciones cuando el sol ciega la vista. Una
calle, Monte Cassino. Helados y gofres gigantes alteran el sentido del olfato. La
famosa casa torcida confunde, al igual que la escultura que pende de un hilo
ante el asombro de los transeúntes. Ya casi pisando la arena, la plaza y el
inmenso embarcadero en frente el hotel Sheraton dan majestuosidad a la pequeña
población. Como mandan mis costumbres y rodeado de un paisaje muy similar al de
los peliculeros Hamptons, dejé el maletín y las zapatillas, mis fieles
compañeros de trabajo, sobre la fina arena, para meter los pies en un nuevo
mar, congelador esta vez, con los frondosos acantilados redondeados y un enorme
grupo de amigos como testigos de mi tímida y solitaria hazaña. Al este, un interminable
y salvaje paseo marítimo entre verde hierba, pequeñas dunas, veraniegos
chiringuitos y restaurantes.
¿Parece el caribe verdad?
Una pregunta de única respuesta para recordarme la necesidad de
escaparme un fin de semana de verano a este paraíso polaco.
Hasta pronto viajeros,
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