Vuelvo a las andadas de escribir sobre España, un país que merece una
entrada de cada rincón, aunque algunos sin duda marcan especialmente. Esta vez
sobre una de las regiones más bellas de Cataluña, la Costa Brava, y más
específicamente, el Alto Ampurdán. Nuevo reencuentro de parte de la familia de
Miami, unida por los road trips, los cánticos en carretera, la honestidad, los
cotilleos y las historias para no dormir. Una escapada tan express como
intensa, que por supuesto ha multiplicado mi devoción por este territorio, una
verdadera fuente de energía e inspiración renovable, donde las permanentes
montañas vigilan de cerca las arboledas y verdes y amarillentos campos hasta
que, sin previo aviso, se escarpan, como si de una isla volcánica se tratase,
para morir en el mar mediterráneo.
Dejando para otra ocasión las barracas de Figueras por el fuerte
temporal tramontano, típico de la zona, viajamos en el tiempo para dejar
nuestras maletas en la masía de otra época de nuestra más que generosa
anfitriona, salmón, simple y plana por fuera, museo de historia por dentro.
Ya de vuelta parcial al siglo XXI y sin lugar aparente para cenar,
acabamos en el casino de Peralada, con el mejor “snack bar” y sobrasada que he
probado hasta la fecha, y hasta con una “gin tonic experience” convertida a divertida e
improvisada cata ciega. Muy alejado de tratarse de una sala de juegos
convencional, el casino se emplaza en el castillo de la localidad, del siglo XIV,
protegido por una frondosa y fresca enredadera que abraza dos desproporcionadas
torres medievales. Tras cruzar la puerta situada entre las mismas y atravesar
un hall de entrada blanco, sin mácula, el color granate y la piedra dominan la
escena de la oscura sala principal, de techo infinito, decorada con antiquísimos
tapices con motivos históricos. Los llamativos relieves y ornamentos en lo más
alto de la sala de póker tampoco dejan indiferentes, provocando confusión, una
extraña sensación de descuadre entre lo que las paredes pudieron ver cuando se
levantaron y de lo que son testigos actualmente.
Tras descansar en literas, como primos hacinados en unas vacaciones de
verano, visitamos el sorprendente centro de Peralada, con sus angostas y
empedradas calles y los saludos a diestro y siniestro de los vecinos, en un
lanzado Volkswagen Cabriolet de película. Gigantes cabezudos, bikini de jamón y
queso y cacaolat para pintar la mañana, un poco más si cabe, a rayas rojas y
amarillas.
¿Qué se puede esperar uno del pueblo donde vivieron artistas como Dalí
o Picasso?
La carretera en ascenso que deja atrás las excepcionales vistas del
Golfo de Roses lleva a uno de los puntos más artísticos de la península, un
lugar, de color blanco reluciente, donde algunos de los mayores exponentes de nuestra historia moderna del
arte encontraron la mayor de las inspiraciones, y otros la buscan a día de hoy.
A escasos centímetros de un mar especialmente azul y agitado, rodeamos el
pueblo empujados por la tibia brisa y, sin prisas, al ritmo que el tiempo
deambula en este escondite de genios, degustamos productos del mar en una
terraza, mientras nuestra tensión bajaba con el sol. A pocos minutos, en
Portlligat, todavía más al este, jugamos en el surrealista jardín de Dalí,
hecho cala, viendo lo que él veía desde su ventana con sus siempre despiertos y
sorprendidos ojos y dibujando en la mente lo que él plantaba en sus láminas.
Tras haber descubierto este pedazo único de nuestra tierra y para
acabar con una cita del gran portento, sólo me queda decir que “hay días en que
pienso que voy a morir de una sobredosis de satisfacción”.
Hasta la próxima viajeros.
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