Como Indiana Jones por la ciudad
de Petra y los cañones de Wadi Mujib, como Lawrence de Arabia a través del
desierto del Wadi Rum y como una estrella jordana de música de vacaciones en
los diferentes resorts en el Mar Muerto y Aqaba. Así me he sentido durante una
semana en Jordania, el país de los tesoros ocultos y las mujeres escondidas, de
los ojos enormes y rostros bellísimos, la mayoría cubiertos bajo el opaco
tejido de la religión, de la devoción extrema por su familia real, del caos
organizado, de la falta de horarios comerciales, de la vida en la calle, de los
medios de locomoción noventeros, donde el tiempo dejó de correr hace ya tiempo.
Doy las gracias a mis compañeros
de viaje, Teto y José, por volver a poner al cuerpo al límite, y a Bárbara, por
sus sinceras, sabias e inmejorables recomendaciones. Sin ellas, Jordania habría
sabido diferente.
Un destino no precisamente barato
para el turista, que ve como sus primeros cuarenta dinares jordanos vuelan al
pasar el filtro policial del modernísimo aeropuerto de la capital, Amán.
Sin agencia de viajes
esperándonos y aún sin coche de alquiler, el autobús exprés público es, sin
duda, la mejor y más económica opción para llegar a la estación norte de la
ciudad, a escasos minutos en taxi del downtown o de los primeros de los ocho
círculos o rotondas que atraviesan la urbe. La pelea entre trabajadores del
gremio antes de nuestra primera carrera en taxi ya dejó pasar cierta luz por
debajo de la puerta del carácter jordano y de lo que nos esperaba.
Desde lo alto, en la ciudad de
las siete colinas domina el tenue naranja de la luz de las farolas y los
domicilios, de arquitectura homogénea en tonos que van desde el blanco al
marfil grisáceo. Sólo el verde neón de las cúpulas de las torres de las
numerosas mezquitas deslumbra en la oscuridad.
La penúltima planta de un muy
recomendable Arab Tower Hotel, en Al Hashimi St., nos acogió durante un par de
noches, en pleno bullicio, a pocos metros andando de la mezquita AlHusshaini y
de los zocos y tiendas de absolutamente todo que la abrazan. Una mezquita que
no da la bienvenida a no musulmanes, que, como todas, reza en voz alta a
determinadas horas del día, extasiando y anestesiando todo lo que rodea, y que
es testigo de cómo la ciudad se recoge del mismo modo que un chaval hace la
cama, no del todo, para no repetir el mismo proceso al día siguiente. El
atractivo caos organizado del que hablaba, y que se extiende por todo el país.
Una institución gastronómica de
la capital, Hashem, nos introdujo en la algo repetitiva pero deliciosa cocina
jordana. Hummus, Fatteh, una pasta de judías machacadas cuyo nombre no recuerdo
y patatas fritas saciaron nuestro apetito en una primera tarde difícilmente
prolongable.
El centro de Amán no pudo
amanecer y despertar más temprano. Los claxon de los coches me levantaron. La vaporosa
luz perforaba las ventanas, convirtiendo los típicos tonos dorados, ocres y
marrones de la estancia en un espacio de calidez absoluta. El sol sale
diferente, en matices verdosos y amarillos, maquillado y embellecido por el
polvo del desierto, tiñendo la ciudad de sombras, ya mimetizada en su entorno,
como durante todo el día y la noche.
Tras un ameno taxi y un lento
alquiler del coche que nos acompañaría a lo largo de toda la ruta, pusimos
rumbo norte a las gigantescas y sobrecogedoras ruinas romanas de Jerash. Un
afortunado error hizo saltarnos la salida sur de la ciudad y nos introdujo en su
núcleo urbanos, en la más pura cotidianeidad de sus gentes, observados con y
sin razón. Esa reconfortante sensación aventurera de estar fuera de lugar y en
el lugar idóneo al mismo tiempo. Ya dentro del asentamiento romano, asombrosas
columnatas ajenas al paso del tiempo, teatros, la ruidosa pero pacífica hora
del rezo y los ojos del viaje deleitaron la casi totalidad de nuestros
sentidos.
De vuelta a Amán, próximo a los viveros que delimitan el final de
Jerash, nuevo manjar con vistas a base de mansaf y mixed grills en el
restaurante Qasr Al Sultan.
Tras llegar sin problema, contra
todo pronóstico, al centro de la capital y aparcar en una de las empinadas
cuestas que este esconde en sus entrañas, ascendimos unas decrépitas escaleras
que nos condujeron a una entrada sur lateral y clandestina de la ciudadela, la
zona más elevada de la ciudad. La panorámica desde lo más alto fue el premio
justo al pequeño esfuerzo.
La terraza elevada del restaurante Afra y el primer
shawarma de pollo nos acompañaron durante la noche previa al comienzo de la
verdadera aventura, mientras observábamos, atónitos, el anárquico tráfico de la
calle, más abajo.
Los numerosos y agradables
controles policiales y la carretera que discurre pegada al Mar Muerto marcaron
nuestro camino al sur. Nuestro primer objetivo, el Siq Trail, dentro de la
Reserva Natural del Wadi Mujib, unos kilómetros al sur de la zona hotelera y
cuya entrada se encuentra flanqueada por un gran puente blanco fácilmente
reconocible formado por cuatro grandes triángulos. Equipados con escarpines y
salvavidas (y una bolsa a prueba de agua para mi cámara) nos adentramos en esta
garganta que penetra en las profundidades de la roca, iluminada siempre por un
fino haz de luz. Los juegos de colores de los rosados, rojizos y estrechos cañones,
más asociados a la entrada de Petra, hicieron su espectacular aparición. Con el
agua por la cintura en algunas partes del trayecto y un punto de peligrosidad
necesario, llegamos a la cascada de veinte metros que marca el final de esta inolvidable
vivencia de unas tres horas. Sin duda, uno de los puntos fuertes del viaje.
OH Beach fue el lugar recomendado
y escogido para destensar los ánimos y los músculos. Lujo asiático
aparentemente abandonado a su suerte. Sus piscinas, con Cisjordania en el
horizonte, se solapan, desafiantes, con el Mar Muerto, que, treinta metros más
abajo, muestra su genuina orilla formado por rocas de sal cristalizada.
Sus cálidas, aceitosas y pesadas
aguas son tan agradecidas y terapéuticas como incómodas y desagradables si
entran en contacto con ojos, nariz o labios. Todo parece normal hasta que
tratas de sumergirte en sus profundidades, que en el mismo instante te despiden
a la superficie y te voltean sin piedad al mínimo despiste. Dejarse flotar boca
arriba con los oídos sumergidos es la única forma de combatir la fuerza del
salado líquido. Es ahí cuando la fiera se calma, el sol cae y la experiencia se
convierte en algo verdaderamente relajante e incomparable. Un bálsamo de paz
absoluto.
Minutos en coche más al sur, el
cielo se puso su camiseta naranja antes de irse a dormir y, como locales,
apostados en una cuneta, sentados en unas sucias y polvorientas sillas de
plástico, fumamos, despreocupados, narguile, y bebimos té hasta que los tonos
cítricos del firmamento pasaron a negros, trayendo consigo el constante trajín
de camiones y las esquizofrénicas e intermitentes luces de colores de los
puestos de carretera.
El primer tramo de la carretera
60 desde Feifa en nuestro camino a Petra por la Ruta de los Reyes nos dejó el
susto del viaje en forma de amenazante personaje y de perros salvajes,
acrecentado por lo aislado del paraje. El restaurante Al-Arabi sació nuestro
apetito y el hotel Al-Rashid nos permitió descansar en la víspera de uno de los días grandes del viaje.
La entrada más cara entre todas
las maravillas del mundo bien merece la pena. En un relativo buen estado de
forma, un día es suficiente para explorar en profundidad Petra, la capital
eterna de los Nabateos. El punto fuerte comienza pronto. A unos tres kilómetros
de la entrada y tras zigzaguear altísimos cañones, la parte superior del gran
tesoro aparece entre los cantos rodados. El corazón se acelera. Las vetas de
color salmón de las columnas de la magnífica puerta tallada inexplicablemente
en la pared de la montaña se muestran como un oasis en medio del desierto. La
perfección en los trazos, sus tonalidades, su estado de conservación a pesar
del paso de las civilizaciones y terremotos y su reputación dejan sin habla,
cumpliendo uno de los más grandes sueños de todo viajero.
Decididos a dejarnos la piel, nos
aventuramos por una ruta alternativa pasado el Tesoro a la izquierda, donde
aparecen los primeros puestos de venta ambulante y los primeros beduinos
ofreciendo una vuelta en camello o burro. Unas escaleras marcan el inicio de un
escarpado camino a través del Altar de los Sacrificios, la Fuente del León, las
Tumbas del Jardín y del Soldado Romano y Wadi Farasa. El camino se fusiona de
nuevo con la vía principal para subir al monasterio y, con un esfuerzo
adicional, al mirador, donde parar a descansar y a enorgullecerse de la hazaña
lograda.
Saliendo ya de la ciudad por el
mismo lugar de entrada, el Tesoro ofrece su mejor perspectiva o guiño. Dándole
la espalda, a la izquierda, un murete de piedras que desentonan y una leve
escalada separan al visitante de la mejor de las instantáneas.
Exhaustos, viendo como las
cordilleras de Petra engullían el sol, con una amable lección callejera de
colocación de pañuelo palestino en la cabeza y con una sabrosa degustación de
dulces típicos en la estilosa tienda Almond Sweets, nos despedimos de Wadi Musa
con la emoción de haber sido partícipes de algo difícilmente superable.
Aqaba, ciudad portuaria abierta
al Mar Rojo, tan próxima a Arabia Saudí como a Israel, está llena de
contrastes. Su categoría de puerto comercial trae con ello al límite sur del
país el poderío económico, las grandes mezquitas, como la de Al-Hussein Bin
Ali, las promociones inmobiliarias, los resorts de playa y las famosas cadenas
hoteleras, que choca con sus modestos hoteles, como el Al Qidra donde nos alojamos, su tremendo zoco tradicional y las plazas donde, bajo
las ramas de los árboles y largas tiras de bombillas colgantes, los locales
invierten el tiempo en su pasatiempo preferido, beber té y fumar.
Famosa por una muy digna barrera
de coral que permite disfrutar de un fabuloso rato de snorkle, el área al sur
de la ciudad, South Beach, acoge nuevos complejos hoteleros al igual que el Mar
Muerto. En esta ocasión, el Berenice nos sirvió un nuevo atardecer, bancos de
peces, exótica fauna y flora marina y un pésimo mojito, digno de recordar.
Siguiendo con la costumbre de
comer bien, catamos nuevas recetas como el kofta tahini, un shawarma de pollo
diferente y baba ganoush en una de las mejores terrazas de la ciudad, Rakwet
Kanaan.
Como otro inglés enamorado del
desierto, un nuevo día se fusionó con la noche en el Wadi Rum. De mano de
nuestro cantarín, jovial y dormilón guía Mohammed, en un todoterreno hecho
trizas, y guiados por los perpetuos surcos marcados en la arena por los
neumáticos de la comunidad beduina, disfrutamos de las vistas desde la fuente
de Lawrence de Arabia, nos quitamos unos cuentos años de encima en la gran duna
roja, comimos a la sombra de una gigantesca roca, cruzamos el cañón de Rakhabat
y, en completa soledad, custodiamos al sol mientras bajaba en aquel paraje
inmenso, bello, inhóspito, árido y diferente, de arena amarilla, dunas rosadas,
montañas de piedra, riscos cortados y solitarias rocas.
Ya de noche, conversamos sobre la
vida y el matrimonio con Hussein, hermano mayor de Mohammed de la misma madre,
en una haima del campamento beduino donde pasaríamos la noche. Dentro, al calor
de la lumbre. Fuera, sentados sobre la fría arena, únicamente iluminados por la
creciente luna y por las pocas estrellas y constelaciones que no eclipsaba. Las
Osas, la estrella polar, Casiopea. Un repaso de astronomía, un flashback de
Guadalajara bajo el cielo abierto de oriente.
Aquella mañana del Sábado 4 de
Octubre difícilmente podrá borrarse de nuestras memorias. La fortuna nos hizo
coincidir en ese rincón del desierto jordano con la celebración del Eid
Al-Adha, la mayor festividad de los musulmanes, comparable a la Navidad
cristiana. Acogidos por Eid Attayiq y su extensa familia, compuesta por dos
esposas y doce hijos, fuimos testigos del sacrificio del cordero por el rito
Halal. Agradecidos, lo desayunaríamos minutos después, guisado, especiado y
encebollado, con las manos, sentados en el suelo, acompañado de fino pan y
desbordada hospitalidad. Una experiencia sin parangón, a prueba de prejuicios.
Una lección de vida. Una muestra de que, a pesar de nuestras diferencias, no
somos tan diferentes. Gracias.
Una palestina roja y una botella
de plástico de medio litro llena del colorado polvo del desierto siempre me
harán recordar a esta familia y a su empresa, Wild Wadi Rum. La palabra
recomendable se queda muy corta.
Un muy maltrecho castillo de Al
Karak y un nuevo baño improvisado en el Mar Muerto marcaron la vuelta a Amán y
el final de un asombroso viaje.
Con el mapa de ruta, en busca de nuevos
proyectos, motivaciones, sueños y destinos, me despido hasta la siguiente, y
espero próxima, entrada. Saludos viajeros.
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