10/09/2014

Jordania, el país de los mil tesoros


Como Indiana Jones por la ciudad de Petra y los cañones de Wadi Mujib, como Lawrence de Arabia a través del desierto del Wadi Rum y como una estrella jordana de música de vacaciones en los diferentes resorts en el Mar Muerto y Aqaba. Así me he sentido durante una semana en Jordania, el país de los tesoros ocultos y las mujeres escondidas, de los ojos enormes y rostros bellísimos, la mayoría cubiertos bajo el opaco tejido de la religión, de la devoción extrema por su familia real, del caos organizado, de la falta de horarios comerciales, de la vida en la calle, de los medios de locomoción noventeros, donde el tiempo dejó de correr hace ya tiempo.



Doy las gracias a mis compañeros de viaje, Teto y José, por volver a poner al cuerpo al límite, y a Bárbara, por sus sinceras, sabias e inmejorables recomendaciones. Sin ellas, Jordania habría sabido diferente.

Un destino no precisamente barato para el turista, que ve como sus primeros cuarenta dinares jordanos vuelan al pasar el filtro policial del modernísimo aeropuerto de la capital, Amán.

Sin agencia de viajes esperándonos y aún sin coche de alquiler, el autobús exprés público es, sin duda, la mejor y más económica opción para llegar a la estación norte de la ciudad, a escasos minutos en taxi del downtown o de los primeros de los ocho círculos o rotondas que atraviesan la urbe. La pelea entre trabajadores del gremio antes de nuestra primera carrera en taxi ya dejó pasar cierta luz por debajo de la puerta del carácter jordano y de lo que nos esperaba.

Desde lo alto, en la ciudad de las siete colinas domina el tenue naranja de la luz de las farolas y los domicilios, de arquitectura homogénea en tonos que van desde el blanco al marfil grisáceo. Sólo el verde neón de las cúpulas de las torres de las numerosas mezquitas deslumbra en la oscuridad.

La penúltima planta de un muy recomendable Arab Tower Hotel, en Al Hashimi St., nos acogió durante un par de noches, en pleno bullicio, a pocos metros andando de la mezquita AlHusshaini y de los zocos y tiendas de absolutamente todo que la abrazan. Una mezquita que no da la bienvenida a no musulmanes, que, como todas, reza en voz alta a determinadas horas del día, extasiando y anestesiando todo lo que rodea, y que es testigo de cómo la ciudad se recoge del mismo modo que un chaval hace la cama, no del todo, para no repetir el mismo proceso al día siguiente. El atractivo caos organizado del que hablaba, y que se extiende por todo el país.



Una institución gastronómica de la capital, Hashem, nos introdujo en la algo repetitiva pero deliciosa cocina jordana. Hummus, Fatteh, una pasta de judías machacadas cuyo nombre no recuerdo y patatas fritas saciaron nuestro apetito en una primera tarde difícilmente prolongable.

El centro de Amán no pudo amanecer y despertar más temprano. Los claxon de los coches me levantaron. La vaporosa luz perforaba las ventanas, convirtiendo los típicos tonos dorados, ocres y marrones de la estancia en un espacio de calidez absoluta. El sol sale diferente, en matices verdosos y amarillos, maquillado y embellecido por el polvo del desierto, tiñendo la ciudad de sombras, ya mimetizada en su entorno, como durante todo el día y la noche.

Tras un ameno taxi y un lento alquiler del coche que nos acompañaría a lo largo de toda la ruta, pusimos rumbo norte a las gigantescas y sobrecogedoras ruinas romanas de Jerash. Un afortunado error hizo saltarnos la salida sur de la ciudad y nos introdujo en su núcleo urbanos, en la más pura cotidianeidad de sus gentes, observados con y sin razón. Esa reconfortante sensación aventurera de estar fuera de lugar y en el lugar idóneo al mismo tiempo. Ya dentro del asentamiento romano, asombrosas columnatas ajenas al paso del tiempo, teatros, la ruidosa pero pacífica hora del rezo y los ojos del viaje deleitaron la casi totalidad de nuestros sentidos.




De vuelta a Amán, próximo a los viveros que delimitan el final de Jerash, nuevo manjar con vistas a base de mansaf y mixed grills en el restaurante Qasr Al Sultan.

Tras llegar sin problema, contra todo pronóstico, al centro de la capital y aparcar en una de las empinadas cuestas que este esconde en sus entrañas, ascendimos unas decrépitas escaleras que nos condujeron a una entrada sur lateral y clandestina de la ciudadela, la zona más elevada de la ciudad. La panorámica desde lo más alto fue el premio justo al pequeño esfuerzo. 



La terraza elevada del restaurante Afra y el primer shawarma de pollo nos acompañaron durante la noche previa al comienzo de la verdadera aventura, mientras observábamos, atónitos, el anárquico tráfico de la calle, más abajo.

Los numerosos y agradables controles policiales y la carretera que discurre pegada al Mar Muerto marcaron nuestro camino al sur. Nuestro primer objetivo, el Siq Trail, dentro de la Reserva Natural del Wadi Mujib, unos kilómetros al sur de la zona hotelera y cuya entrada se encuentra flanqueada por un gran puente blanco fácilmente reconocible formado por cuatro grandes triángulos. Equipados con escarpines y salvavidas (y una bolsa a prueba de agua para mi cámara) nos adentramos en esta garganta que penetra en las profundidades de la roca, iluminada siempre por un fino haz de luz. Los juegos de colores de los rosados, rojizos y estrechos cañones, más asociados a la entrada de Petra, hicieron su espectacular aparición. Con el agua por la cintura en algunas partes del trayecto y un punto de peligrosidad necesario, llegamos a la cascada de veinte metros que marca el final de esta inolvidable vivencia de unas tres horas. Sin duda, uno de los puntos fuertes del viaje.




OH Beach fue el lugar recomendado y escogido para destensar los ánimos y los músculos. Lujo asiático aparentemente abandonado a su suerte. Sus piscinas, con Cisjordania en el horizonte, se solapan, desafiantes, con el Mar Muerto, que, treinta metros más abajo, muestra su genuina orilla formado por rocas de sal cristalizada.




Sus cálidas, aceitosas y pesadas aguas son tan agradecidas y terapéuticas como incómodas y desagradables si entran en contacto con ojos, nariz o labios. Todo parece normal hasta que tratas de sumergirte en sus profundidades, que en el mismo instante te despiden a la superficie y te voltean sin piedad al mínimo despiste. Dejarse flotar boca arriba con los oídos sumergidos es la única forma de combatir la fuerza del salado líquido. Es ahí cuando la fiera se calma, el sol cae y la experiencia se convierte en algo verdaderamente relajante e incomparable. Un bálsamo de paz absoluto.



Minutos en coche más al sur, el cielo se puso su camiseta naranja antes de irse a dormir y, como locales, apostados en una cuneta, sentados en unas sucias y polvorientas sillas de plástico, fumamos, despreocupados, narguile, y bebimos té hasta que los tonos cítricos del firmamento pasaron a negros, trayendo consigo el constante trajín de camiones y las esquizofrénicas e intermitentes luces de colores de los puestos de carretera.




El primer tramo de la carretera 60 desde Feifa en nuestro camino a Petra por la Ruta de los Reyes nos dejó el susto del viaje en forma de amenazante personaje y de perros salvajes, acrecentado por lo aislado del paraje. El restaurante Al-Arabi sació nuestro apetito y el hotel Al-Rashid nos permitió descansar en la víspera de uno de los días grandes del viaje.

La entrada más cara entre todas las maravillas del mundo bien merece la pena. En un relativo buen estado de forma, un día es suficiente para explorar en profundidad Petra, la capital eterna de los Nabateos. El punto fuerte comienza pronto. A unos tres kilómetros de la entrada y tras zigzaguear altísimos cañones, la parte superior del gran tesoro aparece entre los cantos rodados. El corazón se acelera. Las vetas de color salmón de las columnas de la magnífica puerta tallada inexplicablemente en la pared de la montaña se muestran como un oasis en medio del desierto. La perfección en los trazos, sus tonalidades, su estado de conservación a pesar del paso de las civilizaciones y terremotos y su reputación dejan sin habla, cumpliendo uno de los más grandes sueños de todo viajero.




Decididos a dejarnos la piel, nos aventuramos por una ruta alternativa pasado el Tesoro a la izquierda, donde aparecen los primeros puestos de venta ambulante y los primeros beduinos ofreciendo una vuelta en camello o burro. Unas escaleras marcan el inicio de un escarpado camino a través del Altar de los Sacrificios, la Fuente del León, las Tumbas del Jardín y del Soldado Romano y Wadi Farasa. El camino se fusiona de nuevo con la vía principal para subir al monasterio y, con un esfuerzo adicional, al mirador, donde parar a descansar y a enorgullecerse de la hazaña lograda. 













Saliendo ya de la ciudad por el mismo lugar de entrada, el Tesoro ofrece su mejor perspectiva o guiño. Dándole la espalda, a la izquierda, un murete de piedras que desentonan y una leve escalada separan al visitante de la mejor de las instantáneas.



Exhaustos, viendo como las cordilleras de Petra engullían el sol, con una amable lección callejera de colocación de pañuelo palestino en la cabeza y con una sabrosa degustación de dulces típicos en la estilosa tienda Almond Sweets, nos despedimos de Wadi Musa con la emoción de haber sido partícipes de algo difícilmente superable.

Aqaba, ciudad portuaria abierta al Mar Rojo, tan próxima a Arabia Saudí como a Israel, está llena de contrastes. Su categoría de puerto comercial trae con ello al límite sur del país el poderío económico, las grandes mezquitas, como la de Al-Hussein Bin Ali, las promociones inmobiliarias, los resorts de playa y las famosas cadenas hoteleras, que choca con sus modestos hoteles, como el Al Qidra donde nos alojamos, su tremendo zoco tradicional y las plazas donde, bajo las ramas de los árboles y largas tiras de bombillas colgantes, los locales invierten el tiempo en su pasatiempo preferido, beber té y fumar.





Famosa por una muy digna barrera de coral que permite disfrutar de un fabuloso rato de snorkle, el área al sur de la ciudad, South Beach, acoge nuevos complejos hoteleros al igual que el Mar Muerto. En esta ocasión, el Berenice nos sirvió un nuevo atardecer, bancos de peces, exótica fauna y flora marina y un pésimo mojito, digno de recordar.



Siguiendo con la costumbre de comer bien, catamos nuevas recetas como el kofta tahini, un shawarma de pollo diferente y baba ganoush en una de las mejores terrazas de la ciudad, Rakwet Kanaan.

Como otro inglés enamorado del desierto, un nuevo día se fusionó con la noche en el Wadi Rum. De mano de nuestro cantarín, jovial y dormilón guía Mohammed, en un todoterreno hecho trizas, y guiados por los perpetuos surcos marcados en la arena por los neumáticos de la comunidad beduina, disfrutamos de las vistas desde la fuente de Lawrence de Arabia, nos quitamos unos cuentos años de encima en la gran duna roja, comimos a la sombra de una gigantesca roca, cruzamos el cañón de Rakhabat y, en completa soledad, custodiamos al sol mientras bajaba en aquel paraje inmenso, bello, inhóspito, árido y diferente, de arena amarilla, dunas rosadas, montañas de piedra, riscos cortados y solitarias rocas.







Ya de noche, conversamos sobre la vida y el matrimonio con Hussein, hermano mayor de Mohammed de la misma madre, en una haima del campamento beduino donde pasaríamos la noche. Dentro, al calor de la lumbre. Fuera, sentados sobre la fría arena, únicamente iluminados por la creciente luna y por las pocas estrellas y constelaciones que no eclipsaba. Las Osas, la estrella polar, Casiopea. Un repaso de astronomía, un flashback de Guadalajara bajo el cielo abierto de oriente.



Aquella mañana del Sábado 4 de Octubre difícilmente podrá borrarse de nuestras memorias. La fortuna nos hizo coincidir en ese rincón del desierto jordano con la celebración del Eid Al-Adha, la mayor festividad de los musulmanes, comparable a la Navidad cristiana. Acogidos por Eid Attayiq y su extensa familia, compuesta por dos esposas y doce hijos, fuimos testigos del sacrificio del cordero por el rito Halal. Agradecidos, lo desayunaríamos minutos después, guisado, especiado y encebollado, con las manos, sentados en el suelo, acompañado de fino pan y desbordada hospitalidad. Una experiencia sin parangón, a prueba de prejuicios. Una lección de vida. Una muestra de que, a pesar de nuestras diferencias, no somos tan diferentes. Gracias.



Una palestina roja y una botella de plástico de medio litro llena del colorado polvo del desierto siempre me harán recordar a esta familia y a su empresa, Wild Wadi Rum. La palabra recomendable se queda muy corta.


Un muy maltrecho castillo de Al Karak y un nuevo baño improvisado en el Mar Muerto marcaron la vuelta a Amán y el final de un asombroso viaje.

Con el mapa de ruta, en busca de nuevos proyectos, motivaciones, sueños y destinos, me despido hasta la siguiente, y espero próxima, entrada. Saludos viajeros.



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