Sentimientos
enfrentados fluyen en mi mente cuando recapitulo mis vivencias en Colombia.
Quizás fue porque
se trataba de mi primera aventura en Latinoamérica, la perfecta definición de
una sociedad de iguales pero desigual, hospitalaria pero peligrosa, ordenada
pero desordenada. Nada que no solucione acostumbrarse o adaptarse a ello.
Quizás fue porque
estaba enamorado de ella antes de conocerla, como en una relación sentimental a
través de Internet donde Cupido actúa mucho más rápido que la propia razón.
Nada que no solucione seguir queriéndola ciegamente.
Quizás fue por lo
que sus locales me hablaban de ella, sin detenerse en sus defectos. Nada que no
solucione conocerlos y aceptarlos.
Lo que tengo claro
es que cuatro días muy intensos dieron de sí. Las relaciones, a mi forma de
ver, no se miden por la longitud de las mismas, sino por su intensidad. En dos
días entre Santa Marta, Parque Tayrona y Barranquilla, y otros dos en Cartagena
de Indias, viví la Colombia más bella, el diamante en bruto que es, su
intención constante de progresar, su intacta influencia hispana, sus místicas
selvas, sus culturas más ancestrales, sus preciosos paisajes paradisíacos, sus
playas color turquesa, el calor de sus gentes, su patriotismo, su infinidad de
virtudes, pero también experimenté el más estricto control policial, el
abordaje desproporcionado al turista, la falta de infraestructuras, la poca
concienciación para/con el turismo, la inmensa desigualdad social, la
inseguridad física y la de sentirte observado en muchas ocasiones, las
actuaciones poco honrosas por parte de los cuerpos de seguridad, en definitiva,
la falta de libertad, cualidad que valoro en una sociedad por encima de
cualquier otra virtud.
Por todo ello,
Colombia pasa a formar parte de una de las grandes aventuras de mi vida. Paso a
relatarla de forma detallada, a diferencia de otros posts anteriores.
Sin casi dormir las
48 horas previas al viaje, por razones varias, con mi vida en una mochila
consciente de lo que le esperaba, y con toda la ilusión del mundo alojada en
alguno de los pocos compartimentos libres que le quedaban a la misma, salí de
Fort Lauderdale dirección Cartagena de Indias. Primer contratiempo, me
confiscan el repelente de mosquitos en los Estados Unidos, obligatorio en
excursiones a la jungla, uno, por las reacciones que provocan los mosquitos que
ahí habitan y dos, porque algunos pueden portar la fiebre amarilla. No pasa
nada. Como buen español, me creo que una tienda llena de repelentes de
diferentes marcas e intensidades me estará esperando a mi llegada a destino.
Error. Segundo contratiempo, por razones metereológicas, el avión no puede
aterrizar en Cartagena. Tras varias vueltas al aeropuerto, el queroseno empieza
a escasear. Desvío a Medellín, tanqueo y
vuelta a Cartagena. Tres horas de retraso. Esto supone un pequeño problema
cuando llegas solo a un país donde habías concertado una recogida en el
aeropuerto y donde recomiendan, de forma encarecida, no hacer uso de los taxis
que, constantemente, se ofrecen a llevarte a donde sea. Tras cambiar moneda a
cambio de una buena comisión, localizar a la compañía de minibuses que me
transportaría a Santa Marta y cuatro horas de viaje, llego a Rodadero, al sur
de Santa Marta. Después del inevitable paseo a horas no muy recomendables de
turista perdido buscando su hotel, llego al Caribe
Mar Hotel, un establecimiento con una muy buena relación calidad precio,
perfecto para los excursionistas que deseen explorar Parque Tayrona. Tercer
contratiempo, el wifi en el hotel está caído y el recepcionista no me deja
utilizar su móvil para realizar una llamada dentro de Colombia (iluso de mí que
no le ofrecí unos pesos. En Colombia la gente vende los minutos de su móvil de
forma abierta. Es una costumbre local.). No hay forma de contactar a nadie. No
pasa nada. Estoy bien. Pero se que mi prima en Barranquilla y mi familia en
Madrid estarán al borde del ataque de nervios. En efecto así fue. Pero la vida
sigue. Mis ganas de conocer Santa Marta siguiendo el plan establecido me llevó
a la muy inconsciente decisión de pedir un taxi a media noche para “ir a
conocer el casco histórico”. Con las mismas, tras una breve conversación con el
taxista acerca de la alta probabilidad que existía de que me jodiesen y 20.000 pesos colombianos
menos (unos ocho euros), me metí en la cama, 19 horas después de salir de mi
casa de Miami.
Cuatro horas
después estaba arriba, salgo del hotel y con mi vida prensada en la mochila de
nuevo, me llevan a Calabazo, una de las entradas al sur a Parque Tayrona. Con ocho
horas de sueño en tres días sigo con las pilas cargadas, empujado por el reto
que ofrece la excursión en ascenso a Pueblito Chairama y posterior descenso a
Cabo San Juan de Guía y Playa Arrecifes. Veinte kilómetros en total. Con la
mochila, una bolsa llena de fruta en mano, un bogotano y nuestro guía, José, un
señor mayor en plena forma, local del parque, comenzamos. Con la niebla
subiendo, las fotografías que muestro a continuación dieron a la expedición
misticismo, estampas increíbles, olores muy especiales, ruidos para mi desconocidos,
emitidos por especies de pájaros autóctonas, y una temperatura perfecta, aire
fresco.
Familia deYoguis |
Tras la visita a
una familia de Yoguis, descendientes actuales de los Tayronas, convertidos en
rocas según cuenta la leyenda, los cuales empedraron, de forma incomprensible,
por lo abrupto y angosto del terreno y el tamaño de las piedras, siglos y
siglos atrás, gran parte de la selva para comunicarse entre sí, llegamos a
Pueblito Chairama, el reducto más claro y perfectamente conservado de una civilización
avanzada para su tiempo, el cual no se ha podido determinar exactamente.
Avenidas de piedra perfectamente tallada y puentes denotan sus grandes
conocimientos de ingeniería, y círculos de piedra en diferentes niveles, de
diferente altura y ancho además marcaban el estrato social de sus habitantes.
Tras recorrer la zona, comenzamos el descenso, por un terreno ya totalmente
diferente, mucho más pedregoso y de vegetación mucho más cerrada, a la playa. Como
también se puede ver en las imágenes que aparecen a continuación, en nuestro
camino se cruzaron monos aulladores, característicos por el ruido que emiten a
modo de ventisca, monos maizones, amantes del maíz y de los seres humanos desde
un punto de vista sexual y monos titis, famosos por su pelaje facial
blanquecino.
Monos aulladores |
Pueblito Chairama |
La llegada al río
indicaba la cercanía a la playa. Unos minutos después, la eco-civilización
volvía a aflorar con el camping de Cabo San Juan de Guía. Turistas extranjeros
en perfecta armonía con la zona, parejas, locales, disfrutaban, en silencio,
absortos en las cristalinas aguas del mar caribe y en las enormes piedras que
conforman la costa de esta joya natural, de las dos pequeñas calas que
descansan a ambos lados del saliente icónico del parque, coronado por una cabaña
de gran tamaño en lo más alto. No me puedo olvidar de la iguana gigante, que,
espléndida, posaba encima de una inmensa roca a pie del saliente, no se si para
deleitar a los turistas con sus colores y torpes andares o para defender su
pequeño territorio de intrusos. Naturaleza y belleza en su estado más puro en
cualquier caso.
Cabo San Juan de Guía |
Una serie de playas
y calas conectadas por selva nos fueron llevando poco a poco a Playa Arrecifes,
peligrosísima por las altas corrientes que allí confluyen, sin bañistas, una
amplísima explanada de arena blanca presidida por una enorme roca en su parte
central, sin explicación aparente de cómo pudo llegar ahí. Una imagen de postal
con las montañas selváticas de fondo, al más puro estilo de las islas
volcánicas como Hawaii o Tahití. Fotografías de grandes espacios sin gente pero
llenas de vida, el placer del viajero amante de la naturaleza, la antítesis del
turismo de masas.
Playa Arrecifes |
Tras un último
esfuerzo para salir del parque, con la tormenta amenazante en el cielo, un par
de autobuses superpoblados de los inexplicablemente se mantienen en pie, un
taxi, dos horas de minibús en dirección a barranquilla y seis cuadras a pie,
por fin logré tocar a la puerta de la casa de mi prima. Cena en familia y a
dormir. Había sido un día largo, un reto inolvidable, mental y físico, una
aventura irrepetible, un riesgo asumible, una recompensa al afán insaciable de
conocer lo desconocido.
Tercer día. Rumbo
en coche a Cartagena de Indias, una de las joyas del caribe colombiano, por fin
ya en familia, con el ‘pequeñajo’ en el asiento de atrás. Devoción por el hijo
de mi prima es lo que siento, aunque casi no me conozca, lo hará, y sabrá que
la coincidencia en nuestros días de nacimiento no es sólo eso, una
coincidencia, sino un vínculo más especial. Su madre lo siente, yo lo se, él se
dará cuenta. Parada típica para degustar mi primera arepa de huevo y queso en
el famoso Sombrero Vueltiao, un
restaurante con la forma del característico sombrero colombiano.
Llegamos a
Cartagena, playa oscura, una sucesión de altos conjuntos residenciales, muchos
de ellos en construcción. Nos alojamos en Torres
del Lago, un espectacular edificio de apartamentos con increíbles vistas en
la zona de El Laguito, a escasos minutos del contraste de la gran muralla, espléndida,
que desde fuera deja ver las cúpulas de iglesias, catedrales y coloniales
edificios, y cuya estampa precede a la magia que aguarda al turista que la
cruce, y se deje llevar, sin rumbo, por las calles del casco antiguo. Dos días
perdido, de noche y de día, anonadado entre un puñado de calles, vueltas al
mismo lugar, fotografías y más fotografías, artesanía, comida, jugos y frutas naturales a pie de calle,
una ciudad de ensueño, que atrapa a gente de todo el mundo y obliga, a muchos,
por la belleza de sus rincones o de sus mujeres, a afincarse ahí y a abrir los
más exclusivos negocios de moda, joyería, hostelería y restauración, combinados
con los genuinos establecimientos de los locales y el apasionante y vivaz
comercio callejero de artesanía. Una sucesión de monumentos, historias,
catedrales, plazas, iglesias, estatuas, concentrados en el espacio pero eternos
en el tiempo, de obligada visita. Color, mucho color. La ciudad más segura de
Colombia, viva. Primeras conclusiones de
Cartagena, y finales.
Torres del Lago |
Entremedias, una excursión a Barú, isla paradisíaca de película a treinta minutos en bote de Cartagena, de aguas cristalinas y arena fina blanca.
Otro paisaje nuevo
en este viaje que recordaré siempre, el cual me ha enseñado que, en ciertas
zonas de nuestro planeta, ni nada es tan malo como lo pintan, ni tan bueno como
para no utilizar siempre todos los sentidos, y que, las experiencias que van a
permanecer siempre en tu mente y en tu recuerdo, mejor compartidas.
Hasta el próximo post.
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