Con
ocasión de la segunda boda consecutiva de otro gran amigo de mi segunda etapa
londinense, volví a soñar despierto en la Italia del Renacimiento; el
renacimiento de mi innata y permanente devoción por el país de las viejas tradiciones
y del encanto infinito, cuyo reloj se paró debidamente hace ya tiempo. Una
nueva e intensa vuelta exprés a mi reloj de arena vital. Gracias Simone por
poco más de veinticuatro horas inolvidables.
Parada
improvisada en Sabbioneta, patrimonio de mi rutina y de la humanidad por la
Unesco, junto con Mantova, a escasos treinta kilómetros. Ejemplo del
Renacimiento más puro. Ciudad ideal, diseñada según los sublimes criterios de
su fundador, el duque Vespasiano Gonzaga.
En
reconfortante soledad, cautivado por su perpendicularidad, sus muros y esquinas
rebosantes de historia, como si hubiese alquilado el pueblo para mi disfrute
personal durante la mañana, recorrí sus calles empedradas, sus palacios Ducal y
Giardino, su galería, su teatro All´Antica y su sinagoga. Únicamente la voz
aguda de un grupo de japoneses a mi
salida de la fortificada localidad consiguió devolverme irremediablemente a la
realidad y al presente.
Ya
de camino a la boda, lambrusco, penne, fritata y machiatto como mandaron los
cánones regionales y el menú del día en la familiar Tavernetta, en
Casalbellotto, deleitando paladares locales los últimos treinta años.
Saboreando la Italia más profunda.
Paréntesis
de boda en la pseudo-iglesia provisional de Reggiolo y en la tradicional y
simétrica Villa Montanarinni, de película, larga entrada custodiada por
pequeños setos perfectamente recortados y estuco granate. La familia, los
valencianos, los amigos de toda la vida, mi mesa, entre la religión y el
disparate, en una noche empapada de agua y buenos sentimientos; una velada
emotiva y tradicional convertida a rap futurístico.
Desayuno
de marqués y tortelli en familia, de vuelta al emplazamiento privilegiado y
aboardillado a escasos metros de las orillas del río Po, tras atravesar bellos lienzos de verdes campos, curvas carreteras y largos olmos.
En
definitiva, un fin de semana de experiencias y gente, aunque no caras, nuevas.
Un evento imperdible. Un no impensable. Un día para toda una vida.
Con
la próxima entrada en el horno, me despido. Saludos viajeros.
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