Un nuevo fin de semana alejado de casa, tratando de saciar mi instinto
viajero, en solitario. Turno de Múnich y sus alrededores. Es extraño empezar a
pasar más tiempo en este moderno, servicial y lujoso aeropuerto que en el de mi
propia ciudad, más casi que en cualquier otro. Desde el cielo, el verdor de los
campos, el gris del cielo y la campestre y simple combinación de teja, madera y
clara piedra de los hogares muestran su mejor perfil; ya en tierra, la rigidez
de algunos rostros y la calidez de otros, los trajes, las maletas caras y las
gigantes cervezas hacen su pronta aparición.
Desde un exento de lujo pero nunca decepcionante hotel Ibis, muy
cercano a la estación central, el paseo hasta Marienplatz por la concurrida
calle Neuhauser y sus colindantes ya da
nota de la vitalidad de esta impresionante ciudad. Puestos callejeros, zumos de
cebada mañaneros y multitud de gente comiendo en las terrazas apostadas a pies
de las iglesias y edificios emblemáticos, como las del Augustiner am Dom, el Andechser
am Dom, el Zum Augustiner o la propia en el patio interior de la catedral, a
temperaturas no precisamente cálidas, hablan del dinamismo infinito de Múnich.
En las inmediaciones de Marienplatz deslumbran las vistas 360 grados
desde la torre de la catedral, dominante en la plaza, y, tras 300 largos escalones,
desde lo más alto de la iglesia de San Pedro, de única, mística, traslúcida y
purificadora atmósfera, o la simpleza pulcra de la iglesia de San Miguel.
Unos pasos más al sur, Viktualenmarkt muestra, sin tapujos, la mejor y
más ociosa cara de la ciudad. Estilosos y regulares puestos de gastronomía,
artesanía y decoración deleitan al visitante en torno a uno de los más famosos
biergarten de la urbe, lugares de reunión donde la gente trae su propia comida
o la adquiere en los establecimientos cercanos y la cerveza corre a raudales.
Ronda tras ronda, a una velocidad desconocida para mí hasta entonces, los
agitados brindis entre amigos y extraños se suceden entre risas y carcajadas de
fondo. El grave sonido de los choques del grueso cristal y de este contra las
robustas mesas, testigos de innumerables y amigables tertulias, crean una
extraña sonrisa en la cara del presente y contagian el buen espíritu reinante
en esta bella burbuja de piedra, madera, cebada y árboles. Como buen seguidor de las costumbres allá
donde voy, sentado en medio de la muchedumbre, y a muy escasos metros de una
mesa de típicos munichenses, con el protagonismo de uno muy especial, objetivo
de las cámaras, entre risotadas de sus colegas, no pudo faltar mi pinta de
cerveza acompañada del inconfundible bocadillo de salchichas con sus
respectivas ensaladas frías de patata y de cebolla con jamón.
Al sur de Viktualenmarkt, ya menos turístico, cuando los edificios, aún
manteniendo su belleza institucional, dejan de recibir el abuso de las lentes
fotográficas, el mercado cubierto de Schrannenhalle, la plaza judía de St. Jakobs y la barroca iglesia de Saint Johann
Nepomuk, discreta y diminuta por fuera, tétricamente recargada y espectacular
por dentro, son de obligada visita.
Más al norte, cruzando de nuevo Marienplatz, si sitúan la majestuosa
Residenz y Odeonplatz, donde la iglesia de Theatine, de color albero, contrasta
con el gris de los edificios compañeros y esconde unas preciosas tripas
blancas, como una gran obra de arte por colorear. Desde aquí, pocos minutos a
pie al oeste, casi sin darme cuenta, la histórica Königsplatz y sus avenidas próximas,
corazón del tercer Reich, ojos de las celebraciones, desfiles y discursos de
Hitler en su ascensión al poder, llenos de ira y determinación, proyectan una
sombra ya del todo pacífica. La arquitectura de los edificios que la rodean es
robusta, fría y cuadriculada, como el carácter de sus, por aquel entonces,
ocupantes. Al este, un discreto arco da paso al paraíso terrenal de Hofgarten,
los jardines traseros de Residenz, clásicos, de estilo francés y sublimes. Esta
sosegada mezcla entre el Retiro y Versalles fue los oídos de una dulce melodía saliente
de la garganta de una virtuosa mujer ataviada con vestimenta típica, acompañada
de un armonioso instrumento mitad arpa mitad violonchelo.
Hasta aquí, espectaculares y cuidados rincones, silenciosos y angostos
callejones, abarrotadas avenidas y mucho porsche. Tomar rumbo a pie al noreste
del centro fue la mejor forma de invertir la segunda parte de mi primer día en
Múnich. Tras dejar atrás el espectacular museo contemporáneo, el famoso
espectáculo de los surfistas en el río de la ciudad aguarda debajo de un puente
próximo. Algo único en el mundo en lo que, si uno se descuida, los minutos
corren y las horas vuelan. Ya en la misma entrada de uno de los pulmones de la
urbe, el gran jardín inglés, tras deambular entre árboles, con el sol jugando
al escondite, entre verdes explanadas repletas de grupos de amigos, pronto
aparece la torre china y su concurrido biergarten, donde músicos, más risas,
cerveza con limón y un buen libro amenizaron el dorado atardecer. Tras bordear
el río, despedir a los sufistas, ya de nuevo en el centro, perderse la fiesta
de Hofbräuhaus, el restaurante más
famoso de la ciudad, fundado en 1589, es pecado. Una auténtica vorágine de
ruido, música en vivo, gente, litros de cervezas y bandejas de codillos.
De vuelta al hotel, músicos clásicos y callejeros
conseguían poner la guinda y los sentidos a flor de piel en un día de turismo
de los que marcan una época.
Llegaba un nuevo día de esos que uno espera
ansioso, turno de ver una de esas maravillas del mundo moderno, los castillos
de Hohenschwangau y especialmente Neuschwanstein, ambos del siglo XIX, residencia
y sueño proyectado de Luis II, rey loco y egocéntrico de la época según la
historia, al igual que incomprendido. Sin entrar en juicios de valor sobre su
estado mental, invirtió el dinero familiar en el diseño de tres castillos de
dimensiones desproporcionadas, lo que le acabaría costando su puesto y su vida,
de los cuales sobresale indudablemente el de Neuschwanstein. Desde Múnich, dos
horas de asombrosos paisajes a ambos lados del tren invitan a sacar la cabeza
por la ventanilla superior del vagón y empaparse del aire puro y el verdor con
los alpes de fondo, nevados aun en esta época del año.
Desde la distancia, tamaño y color pasan
desapercibidos, sensación que se invierte a medida que se empieza a pisar la
ladera que le da cobijo. El blanco de la piedra y la grandiosidad desde su base
ya se presentan incuestionables y su apariencia ficticia, como de cuento, dejan
boquiabierto. En su interior, al detalle, dorado, oscuro, recargado y angosto,
el turismo masivo y los accesos restringidos merman de forma transitoria la
sorpresa inicial. El ascenso al punto fuerte de la visita, el puente de María, madre
del rey, devuelve la ilusión y la eleva a enésima potencia. Perspectiva de
ensueño, de las más impresionantes que puedo recordar, para admirar la obra de
un genio, reviviendo sus momentos en los que, desde ese punto, él mismo controlaba
la evolución de su creación maestra. La mejor vuelta a la realidad de su base,
fuera de cuentos de caballeros y princesas, a través del no tan concurrido barranco
que rodea el castillo.
No podía completar mi primer paso por Múnich
sin conocer su coordinada red de metro y visitar el Parque Olímpico y el
contiguo complejo de una de las marcas estandarte del país, BMW. Su sala de
exposiciones, Welt, es una preciosa sucesión de formas, como un gran BMW de
gigantes dimensiones. Tecnología, coches concepto y modelos actuales para
disfrute del visitante. Felicidad en las caras de los niños, futuros propietarios.
Su museo, una increíble muestra de arquitectura que aloja clásicos desconocidos
y modelos estrella. Alguno de mis favoritos me permitió imaginarme por un
momento protagonizando alguna cinta francesa de los años 50, una de mis películas
preferidas de James Bond, Goldeneye o alguna película de mafiosos
italoamericanos.
Una nueva ración de currywurst, salchicha troceada con salsa
picante de tomate y curry en polvo, con patatas, y, desde la histórica colina
del parque, nuevas vistas panorámicas de toda la ciudad, de todo el complejo de
la gran firma de automóviles, del pirulí y del estadio olímpico para despedir a
la bulliciosa y generosa capital de Baviera, de la que me voy entusiasmado
¡Hasta pronto viajeros!
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